ENTRE
FIEBRES Y SUEÑOS [85]
Simplemente
cerré los ojos, dejé toda mi carga de lado, el basural enorme que llevaba
encima, con esas torturas que nos amarga la existencia, y mis enormes botas de
caucho, con la fiebre a no sé cuánto y el deseo a mil.
La
vieja alborotada cerró los ojos, no pensaría en “porquerías”, dicen las señoras
levantando el dedo pequeño, y simplemente me dejé llevar del aroma de mi nuevo
día.
Una
cama, una cocina llena de ollas que no terminaba de lavar, sin guantes,
mientras otra mujer joven, mi supuesta cuñada en otro sitio, hablaba conmigo,
creo que había un niño también, mi hermana Sofía llevaba un bebé muy gordito y
bello, de ojos azules y cabello rojo corto, me dijo que iría al negocio de Julián,
a colaborarle.
El
bebé era como esos muñecos que nos regalaba mi padre en la niñez, todo iba
bien, pero no terminaba el quehacer, la
chica sólo se limaba las uñas, sentí deseos al escuchar gritos en la calle:
¡mandarinas deliciosas!... ¡naranjas!, ¡6 por dos mil!... pero a pesar de las
fiebres y las ansias, nadie quiso correr, yo estaba ahí, vencida con éstos
calores que a veces no me dejan ser.
Cerré
los ojos de nuevo, ¡todo estaría bien!, tomé un poco de limonada para aliviar la garganta,
otra vez la misma joven, una cuñada
inexistente guardada en otra estación del tiempo, en la juventud que pasó tan
veloz como las aves en otoño, y se quedaron para primavera en un jardín
venturoso, lleno de gritos y castañas, tan abundante en cantos, que preferí
dentro de mi sueño, no despertar.
-Yo
lo amaba- le dije a mi cuñada… creía que sería el hombre que envejecería
conmigo, tanto entregué mi amor, que olvidé mis propios sueños por estar con
él. Pero así como siempre terminaban mis historias de amor, se casó con otra,
sin aguardar a contarme el motivo, dejando mis labios abiertos en espera de los
suyos, a pesar de que muchas veces había jurado “un amor a morir”, como una
vieja melodía que escuchábamos.
-¡No
lo sé!, la conoció en una fiesta, fue con ella a danzar, le fabricó en su
vientre una hermosa niña y con ella se quedó… ¡no sé nada más! –dijo mi cuñada
de cabellos largos, muy lisos.
Ya
no quise preguntar nada, seguí dormida, el gato se estacionaba en un rincón,
los demonios esperaban colgados de la pared, las frutas pasaron sin ser
advertidas, y esa sensación de líquido en mi boca, esas ansias sin llenar, me
hicieron despertar.
Ahí
estaba todo… igual que cuando dormí, estaba mi pequeña silla de plástico
esperando. Con las manos ardientes, mis ojos brillantes, sin querer saber más
nada del dolor, dije que me retiraría de los sitios donde se llora la vida, y
se clama por la muerte, no miraría a otros padecer, pues enfermaba, mis fiebres
se volvían recurrentes, con esa tristeza que se queda para siempre, y nos roba
las sonrisas de nuestros segundos, de nuestra propia existencia.
Ya
no lloraré, sólo despertaré para bendecir la gracia del color, para agradecer
el instante de la luz que se cuela por mi ventana, para decir que puedo
alimentar un ave, y por esto no seré pobre, que puedo lavar la suciedad, y no
seré pequeña por ésta razón…
Mi
jardín está muy pobre, sólo unos cactus que temen crecer porque alguien decide
cortar sus gajos, un pedazo de sábila, tan pequeña, que parece una niña
enferma, y las hojas de mi árbol amado, que caen cada día, para que las palomas
armen sus nidos en el alero de mi ventana… ¡tal vez no muera por esto!, o si
acaso llegara a suceder, me iré con brillo en los ojos, pues no fui responsable
de sus hambres, ni cobijé sus flacos cuerpos un nuevo atardecer, sin tener la
bendición de llenar las barrigas a sus pichones.
Creo
que Colombia perderá, pero no puedo gritarlo muy fuerte, nadie se atreve a una
apuesta conmigo, desperté con ésta sensación…
Raquel
Rueda Bohórquez
Barranquilla,
octubre 11/13