RISITAS (52)
Estaba ahí
con mi perra de dientes salidos, los de la mandíbula inferior. Era amarilla, me
parecía graciosa y linda, y ante todo, esa fealdad era lo que más me encariñaba,
pues nadie la quiso y tengo que desatar a ese viejo que venía ahí, a ese
campesino de ruana a quien ella no quería, porque siempre la amenazaba con su
bastón.
Estaba en un
caracol grande, el ermitaño vivió muchas veces en casas prestadas, ésta era de
mi padrino, ahí vivimos un tiempo, era grande y bonita, tenía un patio que
lindaba con Isabelita y era de lujo, porque cosechaba fresas para nosotros.
No recuerdo
cómo se llamaba la perrita, ahora recordé: se llamaba Risitas, tenía algo como
11 o 12 años y el anciano venía con su cara ácida, era muy soberbio y castigaba
a todo perro que viera por ahí, la dientona era bullera nada más, para que no
se acercaran a mí demasiado, se enojaba mucho por eso, y estando ahí, ladrando
cerca de mí, descargó su bastón varias veces sobre su cabeza, y la perrita
chillaba y chillaba, y yo detrás de ella desesperada y llorando porque no sabía
qué hacer.
Recuerdo que
nadie buscaba un veterinario, ni se vacunaban los perros, siempre estaban bien,
si acaso enfermaban, ¡pobres de ellos!, les daban un "tate quieto",
(veneno), o un balazo bien puesto en la cabeza, recuerdo también que los
ahorcaban o ahogaban, esa fue la suerte de los dos últimos perritos que teníamos
en casa, Káyzer y Crispín, los amarró Kico con el mismo lazo y nos dijo que no
tenía intención de ahogarlos sino que se enredaron, se creció la quebrada y no
pudo hacer nada.
Mi hermano
Domingo bajó a la quebrada Zapatoca y con rocas cubrió sus cuerpecitos en medio
de mucho llanto, pues amaba como todos en casa.
Antes de
correr detrás de la perra, tenía mucho enojo con ese tipo, y lo insulté,
recuerdo mucho que le dije: ¡Viejo hijueputa!, ¡ojalá se muera!, y aunque no me
crean, el anciano amaneció muerto al otro día.
Estaba muy
asustada, conté a todos que había deseado la muerte a ese viejito, pero fueron
palabras lanzadas con mucho dolor, y ahora recordando éste suceso, mi boca
pecó, y no había confesado tan terrible pecado, ¿o sí?, a mi madre le dije, y
ella oró conmigo, pero ahora viene ese recuerdo de nuevo.
La perrita
se hinchó, le nació un potro salvaje en el rostro, pero no admitía ese
"tate quieto" que mi padre y mi vecino decían, al fin, cierto día, no
quise que sufriera más, y se la llevaron para la loma donde está el cementerio
viejo de Zapatoca, y en el patio de Isabelita me arrodillé a orar por mi
perrita y cuando escuché ese disparo, sentí que mi pecho se abría en dos,
pensé: ¡Se fue mi angelito, perdóname mi amor!
Me dijeron
que debía confesar éste pecado, porque tenía atado a éste hombre, ¡perdóname!,
"era sin querer queriendo", ahora soy libre y eres libre, pero si nos
volvemos a encontrar, ¡nunca uses ese bastón para matar!, porque no sé qué te
diría ésta vez.
Descansa en
Paz viejito.
Raquel Rueda
Bohórquez
Barranquilla,
noviembre 13/15