EL ÁRBOL VECINO/A Don Miguel (70)
En medio de un celestial sonido,
Siempre hallaremos un cántico a la perversidad.
El árbol vecino ha enfermado, lentamente lo veo caer. Está
entre el comején que se roba su fuerte tronco y el azúcar que se queda entre la
savia de sus venas.
Es un árbol a quien tratan mal, nadie lo ve, parece un
anciano en su mecedora esperando la gracia de un café, para en ese instante
poder tocar y acariciar, al descuido una mano.
Ayer fue un gran árbol, él mismo me ha contado su historia;
frutos, demasiados para tan poca gente. Fue desagradecido el camino con sus
manos llagadas, / ¡y pensar que en esa época lo amaban!
Ahora el árbol vecino no puede mudar sus ramas, se han
secado hasta sus hojas con él, y las pocas que han quedado, ni siquiera
adivinan que un sostener ayer del arado con su buey, se transformó en sus
lágrimas de ahora.
Mundo ingrato y cruel, tratamos mal a los árboles viejos,
olvidando los favores de sus frutos y ese cobijo que tantas veces nos halló
despiertos, recitando vulgaridades hasta el amanecer, en tanto él continuaba
ahí, firme con sus fuertes raíces, sosteniendo tanto gajo ambicioso con una
medio sonrisa que no se atrevía a volver carcajada.
El árbol se llama Miguel, por esas cosas de la vida le llamo
Don, porque respeto la escasez de su montaña y valoro ese blanco bruma que
cubre su mirada.
Ahora han enmohecido sus raíces, pero sigue en pie, es un
valiente, comulga en silencio sus penas y sonríe cada tanto para mí, porque es
un caballero de esos que van y vienen con sus cargas a cuestas, pero nadie
adivina de la callosidad de sus manos, ni de las heridas de su pecho.
Mañana les contaré qué ha sido del árbol vecino, y en esto
me duele tanto la vida, pero ni por el chiras deseo la muerte, pueda ser que lo
conviertan en cenizas y su recuerdo de ojos azules de lo tan tristes, sean
luego mirar al cielo y saber que ahí estará, conjugando pesitos para lidiar sus
males en un estado mayor, porque ahí nada dolerá, ni siquiera el desdén de un
café que lo dejó con las manos abiertas, esperando el acierto de un abrazo
siquiera.
Raquel Rueda Bohórquez
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