EN LA HERIDA DE OTROS (26)
¡Es tan difícil estar en el costado herido de otros!, pero
Señor, que jamás nuestra propia angustia, muestre el infortunio ajeno,
colocando nuestras debilidades por encima de su dolor, esas miserias humanas de
cuando nos sentimos sometidos y sin aliento, sin voluntad, sin fuerzas, que no
buscamos, sino que la vida nos hace jugar un círculo raro, nos hace mirar ojos
apagados, manos cansadas, cuerpos vencidos, y rogamos porque jamás nos
encontremos en su lugar, que nadie divulgue hasta dónde podemos llegar si
estamos heridos y sin ánimo, que no sea tu carga además, sí que aprenda a
llevar mi cruz con humildad, esto sería grande,
porque entonces me vería en la poca luz que aún queda en una triste mirada, y
entonces se me da la misión de encenderla un tanto.
Veremos Nazarenos en cada esquina y rincón, ancianos
abandonados por sus hijos por diferentes motivos, pero que no sea porque se
considere un estorbo, que no sea porque has perdido el ánimo, tenemos que
recordar que fuimos niños y que una madre nos sostuvo, nos bañó y perfumó, que
un padre fue parte de nuestra vida.
Esas miserias que nos asquean, esas cosas que salen de nuestro interior sin
querer, es ahí cuando tenemos que pedir a Dios mucha fortaleza, ante todo las
personas que equivocaron su vocación, o por alguna razón, han tenido que
trabajar ayudando en asilos y en hospitales, en la atención a los ancianos que no pueden valerse por sí mismos.
Alguna razón hay para que tengamos que ver, un motivo para
mirar a sus ojos y notar su angustia de niño grande y pesado, queriendo gritar:
¡no, no, no!, ¡así no por favor!, ¡no sé qué me sucede!, me vuelvo un niño
rebelde y quiero formar un mundo dorado, pero por favor, ¡no me trates así!,
recuerda que mañana puedes tener larga vida, y no poder ni siquiera correr ni
gatear, entonces alguien vendrá, no todos tendrán tu mirada, ni tus ganas de
ayudar, otro ser humano también está cansado, luego si tiene corazón, sentirá
que ese grito se lo hizo así mismo, que ese empujón se lo acaba de recibir como
una espada, se ha hecho daño, más el
enfermo tiene a Dios siempre, ya no puede gemir porque está asustado, confía,
siempre confía que en vez de un empujón, estés bien de salud y fuerte, para que
lo puedas ayudar y sostener.
Mi madre decía siempre,
que pedía a Dios se la llevara, antes que ser una carga para otros, tuvo
la fortuna de que Él escuchó cada uno de sus ruegos, no le gustaba mucho ir al
médico, curaba sus dolencias con pastillas, y cuando sintió que las fuerzas le
abandonaban, fuimos su almohada, algo siempre le dolía y sentía nuestro calor,
así abrazadas estuvimos muchas veces, luego nos convertimos en una almohada
grande y nos turnábamos para sostenerla, así, con esa sonrisa cansada se fue,
en una penumbra donde el amor rondó su vida y jugó con ella cadenas blancas y
rosarios de cristal.
Me gustaría que ningún anciano esté en las calles, que cada
familia pueda tener a sus viejos ahí, cuidarlos, y corresponder a ese amor que
recibieron, pero jamás dejarlos en asilos, como muebles viejos, sin visitas, sin ese amor de hijos que
contenta sus pesares.
Vi un rostro, estaba gritando, vi toda la miseria humana, vi
a Jesús en su mirada y luego me vi, ¡Dios, perdóname!, ¡cuánto quisiera ser
como esas personas que toman en sus brazos a tantos ancianos enfermos, y con
gran amor se hacen cargo, dedican tiempo y espacio a protegerlos y ayudarlos,
sin importar su propio tiempo, ni siquiera a pesar que también se están venciendo
por tanto peso. Somos humanos, sentimos desesperación, es ahí, en ese instante
en donde pedimos valor y paciencia, para continuar con la obra divina.
Pero si tengo un don, que aún desconozco, ahora mismo le pido
a mi Rey que pueda ponerle brillo en beneficio de los demás, si no puedo
limpiar las miserias a un anciano, tal vez pueda regalarle una sonrisa, un
abrazo, “algo”…que mitigue un tanto su dolor.
Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, diciembre 14/15