LUCIÉRNAGAS [28]
Esa
noche no estaba soñando, estaba en ti, cuando entraste por esa puerta. Quisiste
tocar, más para ti desde antes, tenía mis puertas abiertas, y tu humo absorbió
el mío, para ser una humareda que provocaba incendios interiores de paz y
carcajadas.
Te
sentí, ¿eras a mí a quien sentías?, ¡es raro este conjuro de amor!, me vi bailando
sábanas de humo en un bosque, el tipo de barbas largas me vio a los ojos y leí,
como si estuviera escrito en mi vida, que serías parte de mi camino, no
importaba cuántos kilómetros, podían ser todos, pero estabas porque Él dispuso
esto en medio de tantas hojas secas que habíamos caminado, sin tropezar
siquiera, sin tocarnos, ni decirnos al oído que el amor había hilado nuestras
fibras.
Estando
ahí, muy drogada con esa hierba, vi que todo me hablaba, los árboles tenían
alma, ¡y tan idiota pensando que éramos nosotros nada más!, las aves tenían su
propio lenguaje, también sentían celos y peleaban por las mismas cosas que
nosotros, muchas veces hasta se herían a muerte, sentían enojo, tampoco
permitían que otras aves inundaran sus espacios, pero cuando llegaban esos
poderosos pájaros negros, devoraban a muchas, y se quedaban con la estación y
la primavera, que no era exclusiva para ellos, pero en grupo, se volvían poder,
parecían hormigas arrieras despojando de hojas verdes las praderas, pero aquí
también había intención de sobrevivir, de nuevo brotarían pastos, y la vida era
un continuar de rosas y poemas, donde el Rey perfumaba nuestro interior, y
nosotros mansos, nos dejábamos.
Había
plantas que parecían enemigas, se abrazaban al árbol con una intención que
ellas no habían colocado dentro de sí, se alimentaban poco a poco de su propia
sangre, pero al morir el árbol, ellas también lo hacían.
Había
caciques y juntas de ballenatos que tocaban acordeones en el mar, un jolgorio
de caras pintadas bailaban sus carnavales dentro de él, o el maravilloso río
que besaba mis ojos.
Arrastrando
nuestra inmundicia con valentía de anaconda, ondulaba lagunas, ríos y cascadas,
en medio de un envoltorio dorado, para volverse amante, rugiendo versos en
medio de tiburones, que apresaban dulces vidas que llegaban del otro lado de su
bahía.
¿Te
das cuenta mi amor?, ¡somos bendecidos!, estamos en ésta bruma que desaparecerá
instantes y motivos, pero quedaremos brillando los dos en un jardín de pequeñas
luciérnagas.
Me
advertirás si se apaga la luz del día, y si en lo bruno te pierdes,
seremos hallados por nuestras propias luces.
Raquel
Rueda Bohórquez
Barranquilla,
octubre 21/15