Ahí estaba, trataba de aferrarme a ella
Pero era soberbia y arrogante,
De mi boca no quería ni la lengua bífida,
Ni siquiera la piel de serpiente de colores
Que siempre me adornaba.
Decidí enrollarme en su tallo para que se calmara,
Le grité que dejara su orgullo y el rostro bajara,
Pero nada le detenía, seguía viendo hacia lo alto
Sin descubrir que abajo, estaban las perlas
del mar
Y en el más oscuro rincón, brillaban los diamantes.
Figuró que las estrellas estaban a su alcance,
Que la luna sería su amante alcahuete;
Pero ella estaba tan colgada de sus caprichos
Que sólo lo mantuvo ahí, viendo hacia ese lejano
espacio
Donde nunca le alcanzaría.
Poco a poco la agreste montaña empezó a decaer,
Cada beso fuerte de las olas le fustigaba, fue
perdiendo;
Cada día perdía algo, un amigo, una amiga, una
esposa,
Una rama de su elegante cuerpo…
Su orgullo le permitía decir que no creía en
Dios,
Imaginaba que porque había estudiado las alturas, con eso bastaba.
Se sentía sobrada, la mejor de todas, la más
inteligente,
Las más buena, sus palabras siempre
destilaban hiel,
Y una sombra oscura le encubría.
La descubrí riendo de los peces del mar,
Las Sirenas fueron su burla, las Rosas, las
Violetas.
Todos los nombres de mujer fueron causa de risa,
Pero no sabía que poco a poco, tendría que doblar
el cuello,
Y en un segundo, cuando más reía, ¡cayó!…
Era una
pequeña hoja
Bogando sobre las olas
Apocada su arrogancia, vencida...
Sin embargo, no todo era malo para ella,
Sus frutos fueron esparcidos por el océano...
Algunos brotes invadieron las playas para
recordarla,
Y con sus alas cantoras, descubren cada vez a un
navegante
Y suspiran, atrayendo al inocente hacia su falda erguida
En donde se arrinconan y hacen el amor las aves
pasajeras.
Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, mayo 22/13