EL
ROBLE DE MI CASA [81]
Las
manos del viejo eran de fuego, se calcinaban con el arduo trabajo madrugador, los
desvelos de cada día, de cada noche, en esos inviernos que lo toparon con el
pecho húmedo, con un cigarro encendido y aquéllas toses viejas que nunca lo
dejaron.
El
cuerpo del viejo era como un roble quemado por el sol, canela perfumada, párpados caídos y mirada ausente, a pesar de
sus carcajadas, labios que temían cantar, pues su timidez no lo dejaba...
Recuerdo
pequeños detalles, pecas en sus manos, /copiadas de mi abuela, la robusta y
grande abuela de ojos azules y una larga historia guardada, la hija de la niña
abusada por un extranjero, y las huellas
que se quedaron por siempre en otros ojos, otras manos y otros luceros.
¡Cuántas
cosas pasaron ayer y de nuevo se repiten!, son una cruz eterna que pasa y pasa,
lápida fría sobre la espalda de cada uno, con su libro pesado a cuestas,
contando alegrías y penas, entre siembras de tabaco, pepitas de café de color
púrpura, y las incontables frutas besadas por el sol y empapadas de lluvias
ventajosas, que preparaban los surcos de la vida, para que se contaran sus
lágrimas, y se llenaran cajones con amuletos que recordaran que otro anciano
en otra época, también creía que los brujos resucitarían a su niño, un tío
asesinado por alguien de quien no quedará historia.
Los
labios del viejo, dulces labios como la panela que se derretía en inmensas
pailas, y que muchas veces endulzaron nuestra vida, con esas aguas hervidas y
un trozo de queso reinoso que con tanta alegría traía a nuestra casa, y
enormes dulces redondos que compraba en la tienda del amigo y nos embromaba,
con el cuento de que los había traído de
lejos, ¡muy lejos!, para llegar con algo en sus bolsillos para los
críos, que corríamos ante el anuncio de Káiser, el perrito negro que envejeció a
nuestro lado.
¡Qué
tiempos aquéllos!... Recuerdo de Abigaíl sus llamadas temprano, la chica de la
empresa de transportes que murió arrollada tan joven y bella, cuando apenas
iniciaba un poco el regocijo en la vida y
se presagiaba su descanso, montar en tren su gran sueño y un regreso
que la estrelló en su camino viejo.
Un
inmenso árbol de ciruelos, carcajadas muchas, miles de carcajadas que se
quedaron en el tiempo con sus eternas bromas, su amor de padre incomparable que
se fue prendido de sus flores, para iniciar su propia siembra en el mes de
María, era éste el mes señalado, con las orquídeas de mayo y las lluvias que
traerían abundancia de hormigas negras y olorosas, abrigadoras de la vida, con
ese olor que anunciaba que la próxima cosecha debería esperar un nuevo año.
El
viejo, con todo, sus ojos, su rostro,
cada detalle de su varonil manera de ser, su encanto maravilloso para vivir y
saber tomar a la vida su gracia.
Anhelo
haber copiado algo, pero me quedé con sus lágrimas, las que alguna vez detallé
en sus mejillas, adivinando ante el espejo su propia sombra, y mi roble hermoso me hizo abrazarme de su
tronco de árbol cansado y agotado, para aguantar esa única vez el llanto, y
consolarnos.
Raquel
Rueda Bohórquez
Barranquilla,
abril 18/13