A MIGUEL HERNÁNDEZ (74)
Tristes letras pero hermosas, nacen en esa profundidad donde
se crecen los sueños para iniciar a florecer en melancolías.
Fueron oxidados barrotes que atraparon su carne, más su
libertad siempre fue su poesía, esa nadie la pudo robar.
Suyos fueron los ojos de una madre ausente que lo veía
palidecer desde ese rincón del orín, bordando calcetines para el tiempo y
soltando cometas para Dios.
El bardo no hizo caso, dejó que brotaran cardos rojos por
dentro, y que sus espinas lo tocaran por fuera, porque así es la vida del
noble, fue tratado a golpes, y tal carga llagó su lomo, en medio de pasos que
sonaban en ese asfaltado mundo de rencores.
No hubo golpe más fuerte que el silencio a sus letras, ni
hubo pasión más grande que ese amor que se fundó sobre una roca, ni huella más
imborrable que sus labios rojos besando su chaqueta vieja.
Su prisión signó su poesía, era un río triste que vagaba
hilos pálidos en medio de las rocas más injustas que se impusieron.
Luego vino el volcán que se ajustó a su carne, bebió
cántaros de hiel y no hubo un algodón húmedo de amor en su boca, y así se fue,
como todo pájaro que a pesar de la prisión canta, y su canto es un himno a la
libertad.
Así se fue el poeta de las cebollas blancas y la cara
triste.
Raquel Rueda Bohórquez
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