martes, 5 de abril de 2016

EL ÁRBOL VECINO/A Don Miguel (70)

EL ÁRBOL VECINO/A Don Miguel (70)


En medio de un celestial sonido,
Siempre hallaremos un cántico a la perversidad.


El árbol vecino ha enfermado, lentamente lo veo caer. Está entre el comején que se roba su fuerte tronco y el azúcar que se queda entre la savia de sus venas.

Es un árbol a quien tratan mal, nadie lo ve, parece un anciano en su mecedora esperando la gracia de un café, para en ese instante poder tocar y acariciar, al descuido una mano.

Ayer fue un gran árbol, él mismo me ha contado su historia; frutos, demasiados para tan poca gente. Fue desagradecido el camino con sus manos llagadas, / ¡y pensar que en esa época lo amaban!

Ahora el árbol vecino no puede mudar sus ramas, se han secado hasta sus hojas con él, y las pocas que han quedado, ni siquiera adivinan que un sostener ayer del arado con su buey, se transformó en sus lágrimas de ahora.

Mundo ingrato y cruel, tratamos mal a los árboles viejos, olvidando los favores de sus frutos y ese cobijo que tantas veces nos halló despiertos, recitando vulgaridades hasta el amanecer, en tanto él continuaba ahí, firme con sus fuertes raíces, sosteniendo tanto gajo ambicioso con una medio sonrisa que no se atrevía a volver carcajada.

El árbol se llama Miguel, por esas cosas de la vida le llamo Don, porque respeto la escasez de su montaña y valoro ese blanco bruma que cubre su mirada.

Ahora han enmohecido sus raíces, pero sigue en pie, es un valiente, comulga en silencio sus penas y sonríe cada tanto para mí, porque es un caballero de esos que van y vienen con sus cargas a cuestas, pero nadie adivina de la callosidad de sus manos, ni de las heridas de su pecho.

Mañana les contaré qué ha sido del árbol vecino, y en esto me duele tanto la vida, pero ni por el chiras deseo la muerte, pueda ser que lo conviertan en cenizas y su recuerdo de ojos azules de lo tan tristes, sean luego mirar al cielo y saber que ahí estará, conjugando pesitos para lidiar sus males en un estado mayor, porque ahí nada dolerá, ni siquiera el desdén de un café que lo dejó con las manos abiertas, esperando el acierto de un abrazo siquiera.

Raquel Rueda Bohórquez
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