miércoles, 17 de abril de 2013

EL ROBLE DE MI CASA [81]


EL ROBLE DE MI CASA [81]

Las manos del viejo eran de fuego, se calcinaban con el arduo trabajo madrugador, los desvelos de cada día, de cada noche, en esos inviernos que lo toparon con el pecho húmedo, con un cigarro encendido y aquéllas toses viejas que nunca lo dejaron.

El cuerpo del viejo era como un roble quemado por el sol, canela perfumada,  párpados caídos y mirada ausente, a pesar de sus carcajadas, labios que temían cantar, pues su timidez no lo dejaba...

Recuerdo pequeños detalles, pecas en sus manos, /copiadas de mi abuela, la robusta y grande abuela de ojos azules y una larga historia guardada, la hija de la niña abusada por un extranjero, y  las huellas que se quedaron por siempre en otros ojos, otras manos y otros luceros.

¡Cuántas cosas pasaron ayer y de nuevo se repiten!, son una cruz eterna que pasa y pasa, lápida fría sobre la espalda de cada uno, con su libro pesado a cuestas, contando alegrías y penas, entre siembras de tabaco, pepitas de café de color púrpura, y las incontables frutas besadas por el sol y empapadas de lluvias ventajosas, que preparaban los surcos de la vida, para que se contaran sus lágrimas, y se llenaran cajones con amuletos que recordaran que otro anciano en otra época, también creía que los brujos resucitarían a su niño, un tío asesinado por alguien de quien no quedará historia.

Los labios del viejo, dulces labios como la panela que se derretía en inmensas pailas, y que muchas veces endulzaron nuestra vida, con esas aguas hervidas y un trozo de queso reinoso que con tanta alegría traía a nuestra casa, y enormes dulces redondos que compraba en la tienda del amigo y nos embromaba, con el cuento de que los había traído de  lejos, ¡muy lejos!, para llegar con algo en sus bolsillos para los críos, que corríamos ante el anuncio de Káiser, el perrito negro que envejeció a nuestro lado.

¡Qué tiempos aquéllos!... Recuerdo de Abigaíl sus llamadas temprano, la chica de la empresa de transportes que murió arrollada tan joven y bella, cuando apenas iniciaba un poco el regocijo en la vida y  se presagiaba su descanso, montar en tren su gran sueño y un regreso que  la estrelló en su camino viejo.

Un inmenso árbol de ciruelos, carcajadas muchas, miles de carcajadas que se quedaron en el tiempo con sus eternas bromas, su amor de padre incomparable que se fue prendido de sus flores, para iniciar su propia siembra en el mes de María, era éste el mes señalado, con las orquídeas de mayo y las lluvias que traerían abundancia de hormigas negras y olorosas, abrigadoras de la vida, con ese olor que anunciaba que la próxima cosecha debería esperar un nuevo año.

El viejo,  con todo, sus ojos, su rostro, cada detalle de su varonil manera de ser, su encanto maravilloso para vivir y saber tomar a la vida su gracia.

Anhelo haber copiado algo, pero me quedé con sus lágrimas, las que alguna vez detallé en sus mejillas, adivinando ante el espejo su propia sombra, y  mi roble hermoso me hizo abrazarme de su tronco de árbol cansado y agotado, para aguantar esa única vez el llanto, y consolarnos.

Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, abril 18/13

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