COLORES (50)
El negro es el color favorito de Dios, siempre pensé que se vestía
de azul, para que durante el día, su pensamiento fuera el aroma que nos mueva
hacia la montaña oscura de todos los deseos y la mar respirara, siendo el
pulmón de su túnica de seda.
¿Cómo adivinaríamos su sonrisa si no existiera la negritud
de la noche?
Brillan sus dientes, parecen alegrías de negra paseando por
mi esquina, se parece a María, a Candelaria, a la negrita de la cumbia que
pandeaba su cintura con un tazón inmenso lleno de frutos y dulces, sin variar
para nada esa sonrisa, pues la tristeza se había esfumado, ahora tenían alas de
libertad con ellas, más que suficiente para cantarle a la vida una oportunidad
y robarle al cielo un deseo.
Al negro de la esquina jamás lo veremos pálido, porque su
gran sonrisa abarca el mundo, y a nadie importa lo bruno más profundo, donde
las luciérnagas se aman, es ahí donde hizo estación mi boca y en ese mulato
inmenso me cobijé, sin saber que se iría para siempre, quedando pálida una
alfombra, en donde escribiría un te quiero a mi buena suerte, a esos días que
paseé de su mano pareciendo un llavero y todos reían; su burla ni siquiera nos
tocó, porque su grandeza ocupó mi corazón, cual pluma blanca bailando en su
boca un tango y en mi lengua componiendo un verso.
Al moreno color que hizo estación en mis pechos, a ese árbol
grande de sonrisa única; al potro que fabricó para mí el sueño más bonito, y a
la boca más grande, que cabía plena dentro de la mía y movía todo manantial y
fuente, hacia un cobijarse temblando entre sus fuertes brazos, sin agitarse el
vendaval de otros, ni la crueldad de látigos hiriendo y lastimando.
Luego fue pensar que vendría la noche, que cada día vería su
sonrisa en las estrellas. Después el sueño se fue, pero el recuerdo retorna
cual golondrina al nido viejo, donde se estacionó alguna vez una oración y se
quedó temblando una flor al caer del rocío, bailando entre sus brazos, girando,
girando, cual reloj sin tiempo en medio del agitarse de su mar, y el tambor que
sonaba cerca de mi oído, esas campanadas que jamás dejaron de agitarse, cual
brisa fresca sobre los lirios.
Raquel Rueda Bohórquez
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