domingo, 15 de marzo de 2015

KÁISER [11]

KÁISER [11]


Recuerdo su nombre, él llegó para quedarse en nuestro hogar y casi que recuerdo el día en que mi padre llegó con él y la emoción nuestra, al menos la mía la tengo en la memoria, de su hocico negro y dulce enredándose en mi larga cabellera de niña de 10 años.

¡Káiser!... y él salía del rincón de mami, su adoración y su pena… su trocito de panela diaria.

Nunca comprendimos por qué se lo entregaron castrado, pero sí que mi padre dijo que era un perro de raza, mmmm… raza de perro será… ¡no tiene huevitos!, gritábamos, no le salieron… pero es que antes de que le salieran, ya se los habían quitado, y nuestro amor nunca pudo ser padre, ni nosotros logramos descendencia de semejante tesoro de ángel que habitó con nosotros por muchos años, pues recuerdo que estudiaba en las Bethleminas por el año 1976 y todavía él  nos seguía hasta el colegio, ya viejo y algo desgreñado, sus ojos era lo más joven que tenía, jamás perdió ese brillo de cachorro ni su olfato, pues no valía rincón para escondernos, ni trampa que quisiéramos hacerle pues ahí llegaba, y debajo de mi silla muchas veces me tocó con tristeza sacarlo a la calle y regañarlo: ¡para la casa!, ¡este perro huevón si jode!... y él con la cabeza gacha y sumiso corría desde las Bethemitas, pasando por la iglesia principal atravesando por la iglesia de Santa Bárbara y al fin.. ¡Káiser!... llegó mi dulce amor a casa, decía mi madre, venga para acá mi corazón por un cariñito y él movía su cola como un niño cuando le traen un carrito nuevo…

A todo paseo era invitado, nunca se hizo dentro de la casa sino que gruñía y arañaba la puerta para que lo dejáramos salir.

Compañero en mis travesías solitarias por la montaña buscando ramitos de orquídeas para mi madre, o llegando a la quebrada con él, quien me esperaba mientras me bañaba y subíamos de nuevo con un extraño miedo, hasta llegar a casa.

O arriba, en el cementerio viejo, mientras leía un libro o paseaba de roca en roca, es costumbre en el pueblo, se siente mucha paz ahí, abajo esos árboles que rodeaban las blancas paredes adornadas de tejas rojas y el barrio San Vicentico que es un pesebre vivo y hermoso.

Todos lo amábamos, hasta le buscábamos perritas en calor para que él intentara montarlas, ¡pobrecito!, déjenlo que se dé un gusto, al menos que pruebe, decía mi viejo, y todos embelesados viendo cómo trataba y lograba al fin juntar su carne con la de su amor, pero no había semilla ni dragones invencibles que corrieran por ese lago profundo, que llevaría sus pequeños hasta el mar tibio de un vientre.

Cuidaba a sus chicas, nosotras, siempre dormía en nuestra puerta, con semejante frío, pero él tenía larga cabellera y un manto que lo cubría de luz desde el amanecer.

Ciertos ruidos extraños y olores a chivo viejo lo hacían llorar y nosotras espantadas corríamos a escondernos en nuestro pequeño cuarto, era que cuando mis viejos no estaban en casa, él era nuestro ángel guardián y olores extraños a veces acusan la oscuridad con temor, sombras que él conocía y lo hacían llorar de manera larga y tenebrosa, mostrando sus afilados dientes de ángel dragón traído por el más hermoso de los hombres que haya conocido: mi padre.

A veces, a escondidas del viejo, nos daba pesar cuando lloraba de esa manera y lo entrábamos al cuarto, él se quedaba en un rinconcito sin hacer más ruido.

Empezó a envejecer y un algo que nunca comprendí lo envió a la quebrada de Zapatoca con Kico, quien lo amarró con otro perrito y los echó a nadar juntos, eso nos dijo, amarrados del mismo lazo,  pero se fueron con la corriente y cuando mi hermano quiso ir por ellos, ya habían tragado demasiada agua y los dos murieron.

Nos devastó la noticia, regaños, lágrimas, y Domingo, mi hermano que siempre estuvo en nuestra casa ayudándole al viejo con el bus, ese día extrañó, pues el perrito a kilómetros ya lo sentía, el olor a bus y su ruido era conocido, y nos avisaba desde mucho antes que él llegaba bien a casa.

Ese día no llegó… ni hubo espera con el rabo en movimiento y chillidos de niño contento… mi hermano lloró como un niño y enseguida se devolvió a buscar a nuestro amor… dijo que lo había encontrado ahí húmedo y triste con los ojos vencidos sin despedirnos siquiera, tan helado como la nieve al iniciar el invierno.

Muchas rocas cubrieron su lanuda piel  y unas flores adornaron su sepulcro.

¡No llore por un perro! –era el grito que más escuchaba- pero él no era un perro, sino un ángel y eso siempre lo he tenido claro.

Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, febrero 6/15
© 10-498-459



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