KÁISER [11]
Recuerdo
su nombre, él llegó para quedarse en nuestro hogar y casi que recuerdo el día
en que mi padre llegó con él y la emoción nuestra, al menos la mía la tengo en
la memoria, de su hocico negro y dulce enredándose en mi larga cabellera de
niña de 10 años.
¡Káiser!...
y él salía del rincón de mami, su adoración y su pena… su trocito de panela
diaria.
Nunca
comprendimos por qué se lo entregaron castrado, pero sí que mi padre dijo que
era un perro de raza, mmmm… raza de perro será… ¡no tiene huevitos!,
gritábamos, no le salieron… pero es que antes de que le salieran, ya se los
habían quitado, y nuestro amor nunca pudo ser padre, ni nosotros logramos
descendencia de semejante tesoro de ángel que habitó con nosotros por muchos
años, pues recuerdo que estudiaba en las Bethleminas por el año 1976 y todavía
él nos seguía hasta el colegio, ya viejo
y algo desgreñado, sus ojos era lo más joven que tenía, jamás perdió ese brillo
de cachorro ni su olfato, pues no valía rincón para escondernos, ni trampa que
quisiéramos hacerle pues ahí llegaba, y debajo de mi silla muchas veces me tocó
con tristeza sacarlo a la calle y regañarlo: ¡para la casa!, ¡este perro huevón
si jode!... y él con la cabeza gacha y sumiso corría desde las Bethemitas,
pasando por la iglesia principal atravesando por la iglesia de Santa Bárbara y
al fin.. ¡Káiser!... llegó mi dulce amor a casa, decía mi madre, venga para acá
mi corazón por un cariñito y él movía su cola como un niño cuando le traen un
carrito nuevo…
A
todo paseo era invitado, nunca se hizo dentro de la casa sino que gruñía y
arañaba la puerta para que lo dejáramos salir.
Compañero
en mis travesías solitarias por la montaña buscando ramitos de orquídeas para
mi madre, o llegando a la quebrada con él, quien me esperaba mientras me bañaba
y subíamos de nuevo con un extraño miedo, hasta llegar a casa.
O
arriba, en el cementerio viejo, mientras leía un libro o paseaba de roca en
roca, es costumbre en el pueblo, se siente mucha paz ahí, abajo esos árboles
que rodeaban las blancas paredes adornadas de tejas rojas y el barrio San
Vicentico que es un pesebre vivo y hermoso.
Todos
lo amábamos, hasta le buscábamos perritas en calor para que él intentara
montarlas, ¡pobrecito!, déjenlo que se dé un gusto, al menos que pruebe, decía
mi viejo, y todos embelesados viendo cómo trataba y lograba al fin juntar su
carne con la de su amor, pero no había semilla ni dragones invencibles que
corrieran por ese lago profundo, que llevaría sus pequeños hasta el mar tibio
de un vientre.
Cuidaba
a sus chicas, nosotras, siempre dormía en nuestra puerta, con semejante frío,
pero él tenía larga cabellera y un manto que lo cubría de luz desde el
amanecer.
Ciertos
ruidos extraños y olores a chivo viejo lo hacían llorar y nosotras espantadas
corríamos a escondernos en nuestro pequeño cuarto, era que cuando mis viejos no
estaban en casa, él era nuestro ángel guardián y olores extraños a veces acusan
la oscuridad con temor, sombras que él conocía y lo hacían llorar de manera
larga y tenebrosa, mostrando sus afilados dientes de ángel dragón traído por el
más hermoso de los hombres que haya conocido: mi padre.
A
veces, a escondidas del viejo, nos daba pesar cuando lloraba de esa manera y lo
entrábamos al cuarto, él se quedaba en un rinconcito sin hacer más ruido.
Empezó
a envejecer y un algo que nunca comprendí lo envió a la quebrada de Zapatoca
con Kico, quien lo amarró con otro perrito y los echó a nadar juntos, eso nos
dijo, amarrados del mismo lazo, pero se
fueron con la corriente y cuando mi hermano quiso ir por ellos, ya habían
tragado demasiada agua y los dos murieron.
Nos
devastó la noticia, regaños, lágrimas, y Domingo, mi hermano que siempre estuvo
en nuestra casa ayudándole al viejo con el bus, ese día extrañó, pues el
perrito a kilómetros ya lo sentía, el olor a bus y su ruido era conocido, y nos
avisaba desde mucho antes que él llegaba bien a casa.
Ese
día no llegó… ni hubo espera con el rabo en movimiento y chillidos de niño
contento… mi hermano lloró como un niño y enseguida se devolvió a buscar a
nuestro amor… dijo que lo había encontrado ahí húmedo y triste con los ojos
vencidos sin despedirnos siquiera, tan helado como la nieve al iniciar el
invierno.
Muchas
rocas cubrieron su lanuda piel y unas
flores adornaron su sepulcro.
¡No
llore por un perro! –era el grito que más escuchaba- pero él no era un perro,
sino un ángel y eso siempre lo he tenido claro.
Raquel
Rueda Bohórquez
Barranquilla,
febrero 6/15
© 10-498-459
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