domingo, 30 de junio de 2013

EL BARDO (4)

EL BARDO [4]

Tomó asiento en la última silla, mientras escuchaba…
Se habló de amor al doblar la esquina, se dijo que la mujer podía ser una flor, o una espada de doble filo, y que el hombre había perdido la gracia para enamorar, mientras en ellas, el don de la dulzura y el pudor se había extinguido, en un mundo ocupado solamente por el placer.

Siguió otro, quien aseveró que había caminado sobre puntillas de acero, y que una caldera se encendía en su pecho; que la desnudez del alma era la misma aquí o allá, o en el rincón más oscuro del universo, cuando al abrir los ojos y dejarlos sin parpadeo, una paloma blanca sale y se esconde en algún sitio del infinito.

Continuó un muchacho que se había ganado un concurso de poesía, hablaba lentamente, con sus uñas pintadas de negro, todo vestido como para un funeral, pero su rostro era pálido, sus labios temblaban levemente, cuando se sometió al escudriño de los “sabios”.

Una señora tomó la palabra y se sentó en ella, pues no permitió que el público hablara, que alguien expresara algún sentimiento, sobre alguno los poemas que se habían leído. 

Nos miramos unos a otros, y decidimos no tomar la palabra, pues ya ella se había emborrachado con todas.

Después habló el Antioqueño que se sabía de memoria todos los versos, tenía varios libros escritos, pero decía que no le importaba, que fue locura por fumar lo que no debía, pero que ahí estaban, por si alguien deseaba conocer su poesía.

Contó de sus experiencias con ciertas drogas, para buscar el espíritu y saber de él, pero el viejo loco, estaba escondido bajo la falda de otra vieja más loca, y corrían como caballos chúcaros por las montañas de Antioquia.

Me gustó su forma de hablar, fuerte, sin miedo, no le temblaba nada, nos miraba a los ojos con esa fortaleza de hombre que se ha sembrado en las montañas, y que se nutre de ellas, pues dijo que estaba allá, viviendo con los rayos del sol, acompañado del canto del gallo y las guacharacas, y que una golondrina de colores anidaba en un espacio abierto bajo sus alas, claro que en medio de cipote de mansión con todos los lujos y bondades.

El “bardo” recitaba sus poemas suavemente, cerca de mí, con una leve sonrisa que tendía a carcajada; a él ya nada le temblaba, porque la vida misma le había desmoronado la montaña con todos los sueños que tenía. 

Decidió después de un momento levantarse de la silla y caminar un rato por ahí… 

Sospeché que tenía hambre de algo, pues iba y venía, esperando con sus hojas desteñidas bajo el brazo, la oportunidad para declamar sus versos, pero antes, cierto olor bailó algo más que mapalé, y me tapé la nariz, ¡qué asco!, ¡bardo y cagón para completar!


Pero aquí no fue culpa del bardo, pues alguien con pancreatitis aguda tenía la cara encendida, y me dije para mis adentros: ¡qué pena vida mía!, a la próxima te jodes, porque no habrá otra invitación, además tenía flojera y cada ratos me repetía: ¿ya terminó?, ¿nos vamos?, ¡ahhhh qué sueño!...

¡Yo le canto a la vida,
porque ella es la princesa del mundo!

¡Le canto a la liviandad de la mujer!
¡A la torpeza del hombre bajo su falda!

Y le grito al planeta,
en un poema que tal vez nunca he recitado,
que de bardo estoy adornado,
pero no tengo el espacio,
ni siquiera el silencio de alguien
para declamar mis versos... /

-me declamó al oído de forma sorpresiva, que me hizo casi que gritar.

Se dio la clave para una melodía… se cantó más de una vez y todos aplaudieron… se habló de  lo mismo y se triplicó el tiempo, pero cuando levantaba su mano pidiendo turno para sus versos, enmudeció otra vez, pues todos lo vieron sin ser visto, y él siguió en la silla de atrás, riendo de todo el mundo, mientras el mundo todavía se burlaba de él.

Tomó la ruana que estaba sobre la silla, tan raída como sus uñas y  pies…

Noté lágrimas en sus ojos cuando me confesó que era otro campesino antioqueño, pero que sus harapos se parecían a sus versos… nadie lo tendría en cuenta, debía continuar su camino, con un tanque de café a su espalda, recitándole a los locos, más locos que él, que vivían en cualquier rincón del parque, ellos  lo aplaudían de pie y lo escuchaban de rodillas.

¿Para qué perdía el tiempo con gente tan engreída y sorda?


Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, junio 30/13 

No hay comentarios:

Publicar un comentario