viernes, 13 de abril de 2012

MI PADRE Y EL ESPEJO


MI PADRE Y EL ESPEJO



En el pueblo los días pasaban con mucha prisa, me gustaba leer, escribir poesía y esconder los escritos, donde mis hermanos no los encontraran, pues eran burlones y esto me acomplejaba mucho, estudiábamos todos, una familia tan numerosa 17 hijos, una pequeña buseta era lo que mi padre tenía ahora y pues mis hermanos mayores se quedaron en Bucaramanga, Sofía trabajando en una notaría y los tres hermanos en ferretería y cafeterías, la vida era dura, con un poco de ánimo saldrían adelante…, pero ese ánimo a ratos decaía, era muy fuerte y difícil surgir en un país que no ofrecía ninguna oportunidad y donde las drogas y los negocios ilícitos estaban en furor y los ricos eran los dueños del país y sus decisiones siempre eran erradas y en contra del pueblo.




Mi padre llegaba cada día cargado de frutas, limones, hormigas culonas vivas, de vez en cuando una gallina criolla para agrandar para la comida y no faltaban los fines de semana los sacos llenos de verduras que mi tío Luis traía a casa, o mi tío Jorge, siempre con esa gran sonrisa de campesinos alegres que se dibujaba en sus rostros y con una timidez mas que hermosa. 


Ellos también tenían 16 hijos, de casi todos eran compadres y a pesar de las rencillas que no faltan entre familia; mi padre era muy querido por casi todos sus hermanos.



Algo que recuerdo mucho, eran los días Domingo, maravillosos, madrugados siempre a misa y nos peleábamos sus brazos, era feliz que una de sus hijas lo llevara de “gancho”, cogido del brazo una de cada lado y orgulloso saludaba a sus amigos y vecinos mientras bromeaba siempre en el camino, inclusive al llegar a la iglesia cuando alguien delante de nosotros colocaba su sombrero, sobre la banca, siempre de bromista lo corría para que se sentaran encima de él, no conteníamos las carcajadas y muchas veces a disgusto de mi madre teníamos que salir de la iglesia. Tal vez el hecho de ser tan bromista y de tomarse la vida jocosamente, fue lo que lo mantuvo siempre con el ánimo arriba, a pesar de tantas cosas dolorosas que vivimos, la muerte de nuestros tíos, tías amadas, primos muy jóvenes asesinados, la guerra que siempre tocaba a los campesinos, los más vulnerables en nuestro país, el destierro, los malos pasos y las consecuencias de los mismos, que nos van madurando a la fuerza y nos van enseñando como decía mi padre: “siempre el camino correcto, nunca robar así lo hagan con nosotros muchas veces, nunca hacer nada indebido de lo que después tengamos que arrepentirnos y llevar la vergüenza de por vida”, siempre dando buenos ejemplos y enseñando a partir de sus propios errores, creo que cada uno de nosotros formamos nuestra propia historia de vida y la llevamos en nuestro corazón, de la mano de dos seres maravillosos que tuvimos la fortuna de conocer y de quienes me sentiré orgullosa por el resto de mi vida: mis padres.

Yo pasaba mi tiempo estudiando, leyendo, corriendo por las montañas como cabra de monte, llegaba con mi perro Káiser a una pequeña quebrada transparente, cristalina, de agua muy helada y ahí en meros calzones me bañaba sin más malicia que mis ojos verdes embelesados en la naturaleza, en observar en detalle las hormigas arrieras con sus pequeños pedazos de hojas, flores, tronquitos muchas veces más pesados y grandes que ellas, y detallaba como se ayudaban si alguna no podía sola con su carga. Veía sobre los árboles a las palomas torcaz, las tortolitas marrones anidando y cantando con ese susurro como un suave beso de mañana y me embelesaba con los cantos de las aves, me encantaban los toches con ese dorado y negro y su belleza sin par, y los sinsontes… ¡ellos sí que eran preciosos!, con ese color un poco pálido pero con ese trinar siempre elevado sobre el más alto árbol como queriendo entregar al cielo su luz.

Ya cuando veía que el sol empezaba a esconderse entre los cerros, algo me invitaba a salir corriendo, montaña arriba con mi perrito tan amado… sola, sin temor a nada ni a nadie, ni siquiera al viejito que le decíamos Querelas, que se la pasaba escondido tras las piedras viendo como nos desnudábamos y también como hacíamos nuestras necesidades fisiológicas, nos apenaba mucho cuando lo veíamos siempre lejos, algún problema tenía, pudo hacernos algo malo pero nunca lo hizo, sólo se contentaba con vernos desde lejos, hasta que un día lo enfrenté con piedras y corrí tras él, pero era un hombre y yo solo una niña… Vi en sus ojos un brillo extraño y sentí mucho miedo, creo que esa fue la última vez que fui sola a la quebrada Zapatoca.

De regreso, no podía llegar a mi casa sin llevar esas diminutas orquídeas que encontraba ocultas entre las rocas, siempre pensaba cómo podían florecer y ser tan bellas en medio de tanta resequedad, un terreno rojizo muy duro, pero siempre las encontraba, tan pequeñas, tan perfumadas y hermosas y era el regalo para mi madre, para que sembrara en el jardín, y jocosamente mi padre me decía: “pero mija, eso es puro mugre”, yo le replicaba: no padre, son las flores más bellas que he podido encontrar y no puedo creer que esa montaña tan reseca me regale ésta belleza cada vez que voy a la quebrada; y él sonreía con esa maravillosa sonrisa que lo llenaba todo y que hacía que mi corazón sintiera una tibieza de amor inigualable.




Decidió comprar un pequeño lote al lado de nuestra casa para criar gallinas y para que mi madre cultivara sus flores, siempre había margaritas, begonias, orquídeas enormes que florecían en mayo, rosas inmensas que las monjas Bethlemitas vendían y mi madre sembraba los tallitos, esas eran sus amadas, las rosas y el trajín del oficio era olvidado pues había muchas manos para colaborar, con lista por supuesto, nos cambiábamos los turnos siempre por algo, a mí no me gustaba lavar pañuelos ni medias, ni mucho menos pantaloncillos con raya marrón, ¡ni más faltaba!, -le replicaba a mi madre con mi grosería- pero me los pillaba riendo de mis respuestas.

Nuestra rutina era la misma, turno para lavar, turno para entrar al baño, nos bañábamos en grupo para no llegar tarde al colegio, y nos reíamos viendo como empezaba la pelusa a hacer estragos en nuestras partes íntimas, o nuestros pechos empezaban a crecer, pero cuando era la hora de la comida, una gran mesa de 12 puestos siendo de 6, siempre llena y el resto se ubicaba en otro sitio, pero era ahí en la mesa donde todos queríamos estar al lado de nuestro padre, el bromista que siempre nos quitaba el pedacito de carne y lo escondía, sólo con la finalidad de reír, y le enseñó ésta manía a German mi hermano menor con Síndrome de Down. Estos momentos son inolvidables, sus carcajadas, el compartir, discutir muchas veces por tonterías, volver a contentarnos, tomar las ciruelas del árbol de la vecina, una anciana, hasta que por envidia decidió que no estaría más ahí y lo mandó a derribar, ante nuestra impotencia y tristeza, pues considerábamos que era nuestro y siempre nos regalaba los mejores gajos llenos de frutos tan deliciosos, esas ciruelas españolas de una gran semilla oscura por dentro, con ese sabor agridulce inigualable que tantas alegrías y sonrisas dibujó en nuestros rostros, y tantos juegos, lanzándonos las semillas, hasta que mi padre nos ponía el " tate quieto" con una correa que zumbaba y que nos hacía correr a escondernos.

Las pequeñas cosas me hacían muy feliz, y hoy, 40 años después, recordando detalles de la vida, sólo partes de una larga historia llena de alegrías y tristezas, pero siempre añorando esa negra mirada de mi padre y a mi vieja tan entregada a su hogar, tan sumisa a su destino, casi que como una esclava silenciosa, pero siempre con una oración en sus labios, entonando una canción, animando en nuestras tristezas y castigando cuando era necesario, ésta era mi familia, y las historias de dolor que se entretejían entre risas y llantos,  fracasos y pequeñas glorias familiares, las luchas de mis hermanos, la mía. Ver a mi padre llorar fue lo más triste para mí, nunca lo había visto así, ni cuando perdió todo; cuando le tiraron su buseta, el único medio que tenía para subsistir se la lanzaron alguna vez desde un gran cerro, a él le dijeron que fue un accidente, pero otras personas le contaron lo contrario, ya que a la persona que se la dejó ese día, era alguien que sentía mucha envidia por mi viejo, pero el tiempo es juez y verdugo y siempre el destino nos permite ver algunas veces, que todo lo pagamos aquí, todo lo malo que hagamos a otras personas, que  la providencia tiene regalos maravillosos para quien ha sido generoso y bueno, además recuperaría sus cosas de nuevo y ésta vez mi hermano Domingo se haría cargo de manejar para que mi padre descansara un poco, así lo hizo hasta que el destino marcó un nuevo rumbo: Barranquilla, ya mi padre había enfermado y cuando recibimos la noticia, fue muy duro pues tuvimos que estar un rato dentro de la clínica con mi hermana Sofía, para salir como si nada hubiera pasado, y él nos preguntaba qué había salido en los resultados, nosotras no quisimos decir nada, pero su pulmón estaba completamente invadido y tal vez lo tendríamos por muy poco tiempo, pues era muy posible que éste maldito comején hubiera invadido todo su cuerpo.

Hoy lo observo viéndose al espejo, con sus ojos húmedos y yo con una gran barriga de mi segundo hijo, me acerqué y se tomaba los brazos, se estiraba la garra de sus morenos brazos, ya casi pegados a sus huesos, -“mire mija… no soy nada, mire en lo que me he convertido ", yo saqué fuerzas de donde no tenía y lo abracé, tapé el espejo y le dije que no se viera más ahí, que eso era sólo un espejo y un reflejo,y él era mucho más que eso, era un hombre ejemplar que dedicó su vida, su juventud y su fuerza a labrar una historia familiar, que de eso estaba orgullosa, que era el mejor padre del mundo, pero que ahora debería aceptar con la misma fuerza y valentía lo que estaba ahí, una entrega silenciosa al Creador de todo, un sueño terminado, o tal vez, un sueño que hasta ahora  iniciaba; lo abracé… nos abrazamos y juntos lloramos un largo rato.

Todos los días lo masajeaba, lo rasuraba, pero ésta semana sucedió algo mientras estaba ahí con él antes de iniciar los masajes que los hacía con tanto amor, cada caricia era una oración pidiendo un milagro por la salud de mi viejo, pero cada día se desmoronaba más, se iba poco a poco, como una tibia corriente de agua dulce con su mirada triste. Amaba mucho la vida, amaba todo lo que le rodeaba y nunca se aferró a nada material, sólo a su martillo y herramientas de trabajo, pero también le alcancé a decir que se olvidara de eso, que no tenía ninguna importancia cuando él siempre nos recalcaba que nunca tuviéramos llena la casa de cosas inútiles, de adornos y muebles que llenaran nuestro propio espacio, que no sintiéramos apego a nada, pues algún día marcharíamos y nada de eso nos podíamos llevar, sólo lo necesario para vivir, y así lo hizo él toda su vida, con su infaltable radiola antigua y su música, y los perfumes que le regalábamos que los usaba sin lástima, pues era filipichín y coqueto enamorado siempre de las mujeres que llenamos su vida, todas las hembras de todas las especies fueron sus consentidas, era un verdadero hombre, dulce y cálido como un gran árbol de frondosas ramas.

Ésta vez lo encontré mirando al cielo, una pared blanca, pero sus brazos levantados como si alguien estuviera hablando con él. ¡Tan linda! – dijo-, yo traté de tomar una de sus manos pero él la empujó, estaba era ahí en ese momento fascinado con esa gran sonrisa y sus ojos brillantes, y cuando le pregunté qué había visto, me dijo que a una mujer muy hermosa, muy bella que le sonreía y lo tomaba de sus manos.

Ya lo sabíamos, el doctor lloró con nosotros, le había tomado mucho cariño pues decía que se parecía mucho a su padre, y al día siguiente, a las 3 de la mañana llegó Juan Carlos a mi casa que quedaba cerca, donde vivo ahora. Sheila, vamos, es urgente, mi padre las necesita…

Sólo alcancé a tomar su mano, recuerdo la tibieza de la que hablaba, como una suave corriente que de pronto llegó al mar, y al momento sentí su mano muy helada…

Mi madre no recordó oración alguna, sólo estábamos ahí todas sus mujeres, todas sus hijas, los muchachos tendrían la tarea más triste… pero en éste momento sólo suspiró y ya mi padre no estaba ahí, había marchado a ese sitio donde ha de estar, si es que los ángeles existen, allá ha de estar subiéndole las enaguas a San Pedro y haciendo reír a todos en el cielo.

El espejo continúa en la alcoba de mi madre, últimamente la he observado detallando su rostro, y su verde mirada tiene un brillo tan dulce que hace que mi corazón dé un vuelco, y un atoro en mi garganta, ese mismo atoro de aquél día, regresa nuevamente…

Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, Colombia, abril 9/12

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