viernes, 22 de julio de 2011

BUSCANDO CONEJOS (304)


BUSCANDO CONEJOS (304)

El sol brillaba tímido,
divisaba el amanecer precioso.

Recuerdo mi corazón latir aprisa,
el regalo de mi padre,
mis consentidos no aparecían,
y angustiada salí a buscarlos.

Frente a mi casita sembrada casi en el monte,
no encontraba a dónde ir,
pero el instinto de cazadora avezada
me indicó que bajara por la loma
hacia la carrilera de mis pesadillas.

No podía perderlos...
Eran mis copitos hermosos
que a mi llamado llegaban apresurados
y se arruchaban en mis brazos.

Sus nerviosas sonrisas 
eran provocadoras de besos
mientras con sus manitos 
tomaban zanahorias
o trocitos de manzana.

Era mi día de descanso,
de martes a domingo,
no tendría que caminar,
mis zapatillas se arruinaban entre los arenales
hoy estaría todo el día en casa con mis amados
y lavaría mi ropa, 
cantaría con las alondras
y besaría al monito 
que correteaba feliz ante mi llegada.

Tal vez serían las 5 am, 
no me levantaba muy tarde...
Había mucho por hacer, 
además, era mi día de descanso.

Hoy tenía una invitación a comer
a una finca de un campesino amigo,
probaría las delicias del Río Suárez
recién asados en parrilla improvisada
y azotados los tizones con la brisa mañanera.

Comería ricos huevos de tortuga,
un bocachico humeante y fresco,
yuca y plátano regado en abundancia
sobre frescas y verdes hojas de plátano
y finalmente una totuma gigante,
llenita de ácido guarapo como el mejor vino,
el de montaña, 
fabricado por los campesinos.

Decían que echaban sus calzones
para que se curara,
y se pusiera más sabroso.

La verdad nunca vi calzones,
me lo tomaba con tanto gusto y alegría
que  me derrite la boca  su recuerdo
y el sabor a panela de caña de azúcar
me hace recordar danzas 
y cuentos trasnochadores
entre guitarras, tiples y carrangas...

Pero mi salida de hoy pintaba diferente...
Grandes nubarrones me anunciaron pronto
que el sol se ocultaría de nuevo...
Lo vi allí, al levantar de pronto la mirada;
era Jose, el chico de la cuadra,
el jugador de balón pié en la casa de mi amiga.

Algo extraño divisé
mientras se bajaba los pantalones.
Se quitó toda la ropa,
tal vez no me veía, pero yo sí...

Creí que pronto vendría como un depredador,
pero al mirar de nuevo hacia la loma
lo vi trepando a un árbol de guayaba.
Miró sólo un momento
y de pronto... ¡se lanzó!...

Su cuerpo quedó en una orqueta que se formaba
como dos brazos extendidos en su espera.

Me horroricé, no pude gritar,
no sentía mis pasos 
parecía que hubiese quedado ahí
clavada en el piso con la mirada incrédula y perdida.

Su cuerpo dio unos pocos movimientos,
y después, sólo se movía con el viento...

Nadie creyó de principio, 
llegó la policía,
preguntas, consultas, anotaciones...

El bullicio de la gente, 
se mofaban de su cuerpo,
en un acto más impúdico 
que su propia desnudez.

Ya mi cruce obligado se convirtió en una tortura...
¡No miraré! ... ¡no miraré!... ¡no miraré!...
Pero al sentir el árbol cerca, sólo corría.
Casi que mis pasos no sentía,
hasta que llegaba de nuevo 
a mi pequeña casa
puesta en la loma.

Tratamiento para los nervios, 
"pastillitas de triángulos".
Horrores acumulados 
que me volverían loca.

Solía gritar en las noches, 
mientras Jose muy triste
sólo me observaba,
 y de nuevo la escena,
y la brisa fresca 
mecía suavemente 
su desnudo cuerpo...

¿Un motivo?... 
Tal vez la pobreza...
Trabajaba con las putas de la negra Estella...
Les compraba sus cositas 
para atender a sus clientes,
era su mandadero 
en medio de una miserable vida.

Consumía su bella juventud, 
sin estudio ni futuro
entre el rejo de su padre amenazante
y los ratos de alegría 
jugando donde mi amiga,
con sus pies descalzos 
y el balón corriendo aprisa,
como su vida colgando en un guayabo
sobre una orqueta 
que le calmó el dolor 
de vivir un día más.

Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla 17/11


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