viernes, 24 de octubre de 2014

¿Y MI ROBLE?


¿Y MI ROBLE?
Mala costumbre tengo, de abrir heridas; ¿pero acaso es una herida recordarlo?
Él fue quien me arrulló a la temprana luz de una vela, cuando las noches eran frías y largas; y quien me apretó a su corazón cuando tenía mucho miedo, ¿por qué razón no he de nombrarlo?
Voy por mi pasaporte hoy, ¡no fue tan larga la fila!, todos como zombis por la vida, pero vivos parecemos la sombra de la muerte.
¿Y mi roble?... ¡Tan bonito!, ¡tan lleno su rostro de sonrisas!; sus carcajadas llenaron mi vida, y sus manos arrugadas, cuando a punto de explotar una luna llena en mi barriga, fueron alivio para mí, pues sentía más pena por sus niñas que por todos.
¡Ahí estaba!... poco a poco, el maldito vengador en él se porfiaba; consumía su carne gruesa y morena, mientras su piel, la estiraba con sus dedos, con una mueca angustiosa, que un abrazo cálido inspiraba.
¿Me das el espejo?, ¡destápalo hoy!, me quiero ver, me siento bien, ¡llévame afuera!, quiero conversar con los niños. ¿Eso que suena no es el paletero?, ¡qué música tan bella!, ¡llámalo hija!, quiero que ese frío penetre mi garganta, y el huracán que se agita en mi piel, se calme; y fui corriendo, nada me importaba; sus deseos eran órdenes. 

Para vivir con el sol de mí pegada, que se movía cada vez más, mientras en la cama, sus piernas acariciaba con cremas, imaginando que mis oraciones al Creador llegaban.
¡Ya!, y me entregaba un bocado, ¿me recordarás?, decía cuando balbuceaba un bolero con su voz de niño consentido.
¡Sí, por toda la eternidad!, nos veremos al salir el sol, y cuando la luna pase corriendo por entre los bosques, ¿o seremos nosotros?, ¡no lo sé!, ¡pero iremos los dos!, /y nos tomaba con sus manos que parecían troncos que bogan después del comején, dejándose llevar de la fría nieve, de la turbulencia del dolor, que lo acosaba junto a su febril mirada.
¡Mi roble!, gritaba a Dios, ¡llévatelo Señor!, no merece un segundo más de dolor, ¿qué más padecer que vivir por nosotros?, ¡no tan excelentes hijos claro!, pero tendiendo a ser mejores que muchos, porque la vida dura, talla robles pequeños en el camino, la buena semilla que fue, dejó un bonito jardín, con ojos que lo perseguían y abrazaban; que se aferraban a sus brazos, felices de caminar y jugar con él por el bendecido bosque, donde a veces había orquídeas, y otras, cardos espinosos.
¡Roble mío!, y explotó mi luna, que resultó ser un pequeño sol en mi camino, mi muchacho de mirada triste, el explorador, el coqueto abusado, el niño que casi mata un rayo oculto en una regadera, con su brazo cruzado y la suerte que lo mantiene junto a mí, tocando sones de piano, un Mozart iniciado tarde, un poeta resucitado de la muerte, mi hijo, vencedor de mil batallas, ganador del mejor Óscar, luchador en terrenos pedregosos, que calla si la humillación lo cerca, porque su mirada va más allá... lejos, si lo advierto con los ojos cerrados interpretar para mí, una dulce serenata de amor, ese amor que no duele ni castiga; el que viene de Dios, y le dice que Él estuvo ahí cuando su primo necesitaba volar, y que su mano al levantarlo fue cosa de la providencia, ¡y mi padre lo vio tan pocos días!, pero imagino que se llevó su pequeña estampa con él.  
¡Qué bonito!, su mirada oscura lo descubrió, tomé una foto al cerrar los ojos, mientras un ronquido fuerte me asustaba, siempre me herían sus lágrimas; ese dolor como espada me lastimaba, y quería estar ahí, cuando la sombra oscura mostrara a mi roble una luz lejana a donde iría, donde esas manos de María se extendían hacia las suyas... lo vi ese día... ¡tan linda!, -¿quién padre?, ella... la mujer de luz, ¡es tan bella!. No eran mis manos lo que veía, porque las mías  las apartó con suavidad, y sus ojos se quedaron estáticos viendo hacia el resplandor invisible para mí, pero cercano a él.
No paraba de llorar, pero esa semana doblé rodilla, escondida en algún rincón del tiempo, y acepté que su vida no era mía, que él tenía que marchar; entonces rogué por su muerte como se ruega por la vida, y presentí cuando mi niña Carolita extendió sus manos esa noche hacia Él, que tal vez esa noche, mi roble amado partiría.
3.30 am, de un 30 de abril, gritos en mi casa, mi hermano Carlos me avisaba, corrí olvidando a mis pequeños que dormían tranquilos, para descubrir a mi agónico roble con sus manos vencidas, y en el momento tomé su derecha, lo único que estaba libre para mí, la apresé junto a mi pecho, mientras mi madre oraba y bendecía, y mis hermanas aceptaban que desembocaba en el mar lentamente…
Lo sentí bajar y todo pasó en un instante; unos segundos nada más, tal vez 5 o 3, o una eternidad, su mano se crispó en la mía, y el frío de la muerte, acogió a mi roble, en aguas mansas… tan mansas que hubo una sonrisa leve, y un suspiro tan sencillo, sin quejas ni reclamo. Doblado al fin, sin renegar, como siempre fue. ¡Bendito amor tan lleno de flores siempre!, frutos de la pasión, han quedado; y en la sangre de otros afluentes, suyos y míos, se volvió eternidad el árbol más amado.
Se vieron las fotos, los álbumes viejos se abrieron para todos; los recuerdos como espumas en una copa de vino. Brindamos con oraciones 9 días por su alma, y mi madre en un instante después de su partida, perpleja y pálida, no se enteraba todavía, y un grito sacudió la estancia… ¡me hundo!… ¡Dios mío!,  sentí que me hundía entre la tierra, y pálida se abrazó a todos los brazos multiplicados por mil, hasta que la vimos también partir, llena de flores blancas, dulce a pesar de estar muerta,  un ángel joven se veía en medio de una paz sublime.
Hablar de la muerte a nadie gusta, ¿pero no es la muerte, la razón de la vida?, ¿qué es morir?, ¿qué es nacer?, si para morir nacimos, será porque es bendita la resurrección de las hojas, que nos muestran que nadie se va; solo se aleja el alma un poco a perseguir el sol, en tanto nos dejan respirar un aire fétido, así volvemos lo vivo, lo matamos con el desamor, pero mi roble  siempre amó, tanto, que aún después de muerto lo veo, cuando camino por ahí, y lo adivino tranquilo y sosegado en algún jardín, viendo hacia el horizonte, callado y tímido, vencejo al fin; mies de la vida esperando un rincón abierto para entrar y multiplicar con nuevas semillas jardines perfumados para otras primaveras, y otras estaciones en el tiempo.
Una risa loca suya, el movimiento de una taza de café, el olor a chocolate fabricado en casa; una gallina criolla, una olla con huevos para repartir un poco de amor a cada uno, y esa sonrisa… ¡qué no daría ahora. por tener una sonrisa suya cerca de mí!...
¡Lo sabía! Ríen a carcajadas los robles, es la magia en ellos, entre más viejos más nobles, entre más ancianos más amados.
Él mismo fue su cajón, ¡tantas flores!, ¿de dónde saldrían?, fueron donadas como si un príncipe acabara de morir, ¡nunca vi tantas rosas juntas!, y su orquídea, callada y sumisa, mi admiración, ¡qué bonita se veía!, parecía un ángel a su alrededor, contando semillas entre los dedos: Dios te salve María… y la reunión terminó, el dolor se había ido, llovió mucho ese día, ¿un santo acaba de morir?... puede ser, mi padre lo parecía, un santo varón que amó como a su vida, a una mujer, y que la entregó por todos sus hijos, sin pedir más.

Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, octubre 24/14

 


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