miércoles, 23 de abril de 2014

ROSTRO EN LA PUERTA

Siempre recuerdo el rostro de un indígena joven, tallado en mi puerta de madera, cada vez más visible, no había enojo en su mirada, más sí mucha tristeza, si pudiera pintarlo, diría que algo de mí estaba él, y algo de él en mí, había un tambor, el de mi corazón, que palpitaba veloz, y parecía un águila entre las grandes montañas...

Había un rostro... ¿sería el abuelo de mi abuelo?, lo cierto es que sus ojos parecían una súplica, un gran penacho de plumas, su cuello adornado de joyas, pero él no sabía que eran joyas, hasta que vinieron unos hombres con sed de todo...

Descubrí en las praderas los rubíes, como un manto sagrado que se regaba hasta volver rojas las cascadas y los ríos, entonces las amapolas tomaron su dolor, y el dolor se convirtió en blanca ceniza, también convertida por quienes hasta en una flor encuentra la muerte, y las flores lloran blancas perlas, ellas tampoco lo sabían, sólo levantan el rostro, y una navaja hiere sus corazones que se desangran, a plena luz del día...

Recuerdo que cierto día me asusté mucho... ahora no veía hacia las montañas, sino que miraba mis ojos, y también ahí vi los míos, se estaban secando los bosques, lloraba mi madre, los manantiales fueron hilos pequeños, las represas se volvieron gigantes dragones, pues vieron en las gotas de rocío de mi madre, lo mismo que vieron en el cuello, pero no quedaría más que ver, porque ahora, todos nos mirábamos a los ojos, cuando el susurro de la brisa venía como un tornado, y el mar se enojaba, y el vientre de mi madre buscaba reposo, en el infierno armado por el hombre blanco.

Su rostro era una mueca de tristeza, la que aún recuerdo, se había tallado en mi puerta, y su corazón, un cascabel de niño palpitando entre los cerros.

Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, abril 23/14

Imagen colección personal Raquel Rueda. Arhuacos, Sierra Nevada, Colombia.

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