martes, 13 de agosto de 2013

LA TÍA SEVERA [97]


LA TÍA SEVERA [97]

La tía Severa era una dama elegante, si hubiese sido una persona nacida en la corte de cualquier reino de fantasía, o cuentos de hadas, diría que ella a ese lugar pertenecía.

Era una linda señora de rostro apacible, manos que en su juventud debieron ser hermosas, delgada, fina, delicada, nunca se escuchaba hablar con vulgaridad y sus ademanes eran cultos y finos.

Se casó con un señor de buena posición económica, para la época, su nombre Simón Sierra, y por el apellido siempre bromeábamos: Simón Sierra y Severa le tranca.

El tío Simón tenía una hija, pero poco se llevaba con mi tía, pues me contaba que tendía a menospreciarla, pero falta ver, en todo caso en éstas relaciones siempre hay inconvenientes, suegras, cuñadas, por alguna razón siempre me he dado cuenta que los yernos y cuñados son más llevaderos.  Adoptó a otro muchacho de quien no recuerdo su nombre, y tuvo una hija, su única hija, que se llamaba Lola, muy bella, de rostro limpio, delgada, cabello ondulado, elegante y entre sus virtudes, destacaba su extrema sencillez y caridad con los demás.

A Lolita le daban todos los gustos que podían, una casa antigua, dentro de lo sencillo, para los que teníamos menos que una casa, era un palacio, recuerdo la entrada, los pisos en ladrillo rojo, rústico, sin brillo, una sala grande, a los lados el cuarto de los esposos, y con un cancel muy bonito de madera tallada, separaba el cuarto de Lolita.

Había una corneta, decía yo, pero era un tocadiscos antiguo, que tal vez regaló cuando ya ni música deseaba, nunca la escuché cantar, ni recitar un poema.

Seguía un pequeño cuarto, destapado el techo, con un tanque elevado, y cuando halaban una cadena, bajaba un monstruo rugiente, y lavaba la porquería que estaba en la taza moderna de pedernal, era el sanitario, y la primera vez que entré ahí, me asusté mucho cuando halé de la cadena, en esa época usar papel higiénico era un lujo o no existía todavía, para eso había buen periódico y tiquetes que ya les conté la historia.

No recuerdo muy bien los sanitarios, pero sí, que en mi casa no había de los de mi tía, y ese era más fino.

Después una cocina grande, antigua, con un mesón como en barro, y muchas alacenas rústicas donde guardaban el mercado y los utensilios, había muchas cosas, totumos colgados, recuerdo un totumo donde echaban la nata de la leche para preparar los caldos para el desayuno, los famosos caldos de luna blanca del poeta Español Miguel Hernández, para mitigar esas hambres curtidas.

Seguía un patio grande, donde el tío guardaba su caballo y todos los aperos, a la vez un patio para el jardín que era infaltable en esa época, con ese estilo español que dejaron huella en nuestros pueblos.
Una puerta daba a un enorme solar, hermoso, donde cultivaban yuca y verduras para el hogar, y al iniciar el solar, el árbol que más amábamos, y el verdadero achaque para visitar a la tía, un ciruelo español lleno de jugosas frutillas con una enorme semilla café adentro.

Las paredes eran todas de blanco, las pintaban con cal, éste detalle lo conservo, y tejas rojas en el patio y el techo de la casa con muchas orquídeas sembradas sobre mojones de boñiga de vaca, todo cercado en bloque y pintado de blanco, esto se veía hermoso en medio de mucho verde y flores.

A Lolita nunca la conocí, solo por esa gran foto que estaba en la sala, vestida de traje rosado y unos lindos bordados en su pechera, con esa mirada hermosa, y sus ojos miel, de una dulzura infinita, siempre me quedaba viendo, más que la ampliación en la sala de los tíos, la foto de Lolita, hasta la quería, me daba pesar que no pudiera jugar o charlar con ella y preguntarle cosas de mujeres, pero yo estaba muy pequeña todavía, pero cada detalle lo recuerdo.

En un rincón de la sala estaba una vitrina de madera que casi llegaba al techo, donde guardaban loza fina, y ahí estaba el pocillo que siempre veía, que me parecía hermoso, y ella me dijo: el pocillo de Simón.

Pocillo que cierto día me entregó: tome mijita, éste pocillo es suyo, porque estoy segura de que lo conservará, mi emoción fue enorme, aquí era otra época, habíamos regresado de Bucaramanga de nuevo a Zapatoca, pues mi padre quería que estudiáramos en el mejor colegio de monjas que existía, El Sagrado Corazón, y ya estaba señorita, y me podían confiar tesoros, todavía conservo éste pocillo junto a mis pocas pertenencias, lo antiguo siempre ha sido atractivo, pues tocamos a las personas que estuvieron ahí, nos aferramos a sus huellas y esencia cuando las vemos, pues tienen su aire y su perfume.

Algo que nunca olvido es que siempre tuvo una perrita, de cabello corto pegadito a la piel, una criolla roja, no le gustaban los perros machos, y le daba ladrillo molido con leche, para que ningún perro la preñara, y era efectivo, nos decía.

En otra ocasión había escrito sobre mi tía, pero quedaron muchas cosas pendientes.

Palabras, recuerdos lindos, en compañía de todos sus sobrinos, la soledad que vivía y que mitigaba visitando a sus hermanas, quedaron por describir sus ojos negros, los charcos de sangre que brotaban de su nariz y no comprendía, pero al recoger ese poco de agua negra, ella se aliviaba y continuaba la vida, con esas tirantas que decía, le cocían el cuello en carne viva, y con un terrible dolor que le llegaba a las piernas, llenas de venas a punto de reventar, que siempre tapaba con sus largos vestidos negros, que repetía año tras año, pues nunca la vi estrenar, y unos zapatos “pomas”, decía mi viejo que se burlaba de todo, tejidas en lana, para proteger los pies del frío, y una gorra de lana negra que empezó a usar tiempo después, para reemplazar el reboso, y esa manera particular de peinarse, con un rollito atrás de su cabeza agarrado con una peineta.

Su atuendo de siempre, con su reboso sobre la cabeza, que guardaba celosamente, y parecía que nunca le pasaban los años, bordado de rosas y azucenas y lo cruzaba sobre su pecho, y encima un chal negro, para continuar caminando de la pieza que tenía en alquiler, hasta la casa de mi madre y la de mi tía María, y muchas veces viéndola entrar y salir de la iglesia, con su catre de pana negro y su pequeña Biblia.

De Lolita, su niña amada, falleció de tuberculosis, terminando el bachillerato en el mismo colegio donde  estudié, recordarla era abrir una profunda herida en su corazón, al imaginar que en esa época un tuberculoso era tratado con miedo, la gente le huía, y evitaba, con todos los utensilios separados para que su enfermedad no contagiara a otros, me habían contado que había hecho el aseo en el patio del colegio, casi obligada en un día lluvioso, y a partir de ahí, ella llegó enferma.

También me recordó mi madre que le habían comprado un coche y que había tenido un accidente y que el timón le había maltratado el pecho, que a partir de ahí, ella quedó resentida y recibió la enfermedad, eso fue lo que mi madre me transmitió.

Que era una jovencita dulce y bella, que cada vez que almorzaba, saltaba por el solar a llevarle de su almuerzo a mi abuela, a escondidas de la tía, que no comía tranquila pensando que tal vez la abuela estuviera con hambre, y su muerte fue un golpe terrible también para mi abuela, que amaba a ésta bella jovencita.

Mi tía  tenía cierto resentimiento con mi abuela, decía que era muy dura con ella y que la castigaba por todo, y mi madre se enojaba mucho que hablara de ella, es el único parche que encontré por ahí.
Me llevaba al cementerio, y su monumento era diferente, en piedra roja, grande como una casita, y en el centro la fotografía de Lolita, y ahí también estaba enterrado su esposo Simón. La recuerdo cómo pasaba sus manos por la fotografía, dejaba lindas flores, en largos silencios, la veía pasar a la tumba de nuestros familiares, uno a uno, oraciones que me daba pereza repetir, hasta que regresábamos, por ese bonito camino lleno de rocas, árboles, olor a pino, entre cantos de gorriones y arcilla roja, propia de mi tierra, de regreso a nuestro hogar.

El joven que adoptó  y a quien quería como a un hijo, también falleció, y esto la sumió en una profunda tristeza, que terminó en locura, pero de a poco se recuperó nuevamente.

Vendió sus casas pues no tenía recursos, al morir el tío le dejaron dos casas, dos para la hija del tío y dos para ella, pero las vendió porque necesitaba el dinero y que los intereses le produjeran con qué sobrevivir, y buscó una pequeña habitación en casa de otra anciana, muy humilde.

Me gustaba llegar allá a visitarla, me encantaba su alegría para recibirnos, y ante todo, ese dulce abrazo inolvidable, pero había algo en sus ojos, una insondable tristeza que siempre vivió en ella, y una dulce sonrisa que acabo de recordar.

Era tan mínima la casa nueva, que parecía de juguete, con el techo muy bajito, y todo era sencillo, destacaba su tocador antiguo de madera y su cama que siempre conservó, y ese olor inconfundible a viejito, naftalina para que las cucarachas y los bichos se alejaran, pues los alacranes abundan en esas casas de techos de guadua y barro, ahí vivía con otra anciana en su cuarto de alquiler, después de tener su gran familia y muchas comodidades.

Nunca le vi perfumes, sólo alcohol, y cremas mentoladas para los dolores, y aspirinas, recuerdo Dolorán, Al Mentol  y muchos santos adornando aquí o allá, en las pareces, pegados con cintas o almidón de yuca, y una veladora encendida para la Virgen, al lado de una biblia vieja, y en un rincón, la foto ampliada de Lolita y la de ella y mi tío Simón, que por brutos no guardamos, ese olor a viejito nunca será olvidado.

Muchas veces la encontré cuando iba para el colegio, y no podía pasar sin darle un abrazo, los daba con tanto cariño y hablaba con un gran amor, que se respiraba por todos sus poros.

Llevaba siempre un pequeño canasto, sabía que pasaría por la panadería La Flor, y llegaría a casa de mis padres con frescos y exquisitos panes, era el achaque de su visita, y siempre me preguntaba, ¿por qué razón esa tía estaba sola, si tenía familia?

A mi madre alguna vez le reclamé, pero ella me decía que era porque a ella le gustaba vivir sola, como a mi abuela, para no molestar a nadie, que ella le había ofrecido pero que le daba pena con mi padre, y nunca aceptaba.

Le daba vergüenza recostarse a descansar, nunca fue libre realmente, a pesar de que ya estaba en nuestra casa y no tenía que pedir permiso a nadie, se quedaba dormida en cualquier silla, y si acaso se recostaba en la cama, porque mi madre le decía, siempre dejaba parte de su cuerpo fuera, como con timidez de subir los pies a su propia cama, al fin aceptó estar con nosotros y fue bonito despertar muchas veces y ver su rostro animado, y su tacita de preparar chocolate, poco a poco se acostumbraría a nuestras bromas, pero su timidez estuvo ahí con ella.

Llega el momento en que no deseo estudiar más, estaba por décimo grado y no me importaron los ruegos de las monjas ni de mis padres, a mitad de año me encapriché de que debería era estar trabajando, y no ser ya más la carga de mis padres, y me fui para Bucaramanga a vivir con mi hermana Sofía y su esposo.

Se despidió con mucha tristeza y la volví a ver luego de un tiempo, cuando empecé a trabajar en un pueblo cerca, en un banco, y mis vacaciones siempre eran para la casa de mis padres, no deseaba vacaciones en ningún otro sitio, allá era feliz y no aspiraba a grandes paseos.

Ya para esa época mi tía María su otra hermana que vivía en el pueblo, se había ido a vivir a Bogotá pues mi tío Bernardo había fallecido, y allá en su casa, mi tía Severa pasaba mucho tiempo, se querían mucho, pero seguía viviendo en su cuarto pequeño para aquélla época.

Ahí ya no hubo negativa de irse a vivir con nosotros, mi madre le organizó un cuarto y tuvo que salir de algunas cosas, pues era pequeño, pero su felicidad no duró mucho, pues mis padres se antojaron de nuevo de viajar a Bucaramanga, mi madre decía que ella no se sembraría como una palmera en un solo sitio, y que allá teníamos una linda casa que nunca habíamos disfrutado, y me encargaron de la tarea más triste de todas: llevarla al único asilo para ancianos en Zapatoca, yo le decía a mi madre que no, que la llevaran para Bucaramanga, pero la tía se asustó, ella no conocía las ciudades, y dijo que no se iría a morir lejos de su tierra.

Ella nunca quiso un asilo para ancianos, le tenía pavor a ese sitio pues decía que había mucha escalera, y ella resbalaría, pero realmente resbaló de su propia cama, en soledad, como siempre había vivido.

Se ponía muy triste cuando sus amigas fallecían, y nos decía: ¡todos se mueren menos yo!… me quiero morir, no quiero vivir más, ¡se murió X o Y persona que estaba más sana que yo, y Dios no se acuerda de mí!, ésta misma historia la repite Dora María, su ahijada, tal vez en el fondo era mentira, sólo deseaba ser abrazada y comprendida.

El episodio del ancianato me marcó profundamente, pues amaba a ésta tía abuela, y el día que me despedí de todos, porque había renunciado a mi empleo y viajaba a Barranquilla a la sociedad con mis hermanos, me abrazó llorando y me dijo que nunca más la volvería a ver.

-¡No tía, no diga eso por favor!, que sí nos veremos de nuevo…

Pero ella tenía razón, no pude ir ni a su velorio.

A los dos meses falleció.

En un charco oscuro como los de siempre, la encontraron encorvada en el piso, aún con vida, pero al llevarla al hospital no soportó más, su gran sueño de morir se había cumplido.

Con el dinero que dejó en manos de sus sobrinos que le pagaban un interés, se realizó su funeral.

Un tocador que lo heredó el sobrino Ernesto, una cadenita de oro que le regaló a su ahijada Dora María y su ropa vieja que fue donada a las ancianas del pueblo. A mí me importa mi pocillo, y una carpeta rosada tejida por las manos de Lolita que me regaló en vida, que aún conservo.

Es verdad que ella tenía vestidos con bordados del ayer, me embelesaba viendo esos bordados, y le decía a mi hermano Alirio que mi tía Severa, tenía vestidos de cuando no había máquinas, los mismos vestidos que resistieron el embate de todo su tiempo.

Le gustaba que leyera la biblia y ante todo los salmos y proverbios, y de ahí aprendí también, aunque ahora es mi tiempo para retomar la oración, son mis favoritos.

Dejó una frase que desde niña le recuerdo, su única frase que la identificará por siempre, pues según la vida que le había tocado, la proclamó muchas veces, pues la pérdida de su única hija y su hijo adoptivo en plena juventud, marcó por siempre su destino triste y solitario: “La vida, es un zurronado de mierda” fue su único escrito que guardo y divulgo.


Raquel Rueda Bohórquez 
Barranquilla, agosto 9/13  

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