martes, 13 de agosto de 2013

LA TÍA FRANCISCA [94]

LA TÍA FRANCISCA [94]

De jóvenes, creemos que las tías siempre fueron viejas, pero Francisca también fue una niña soñadora, imaginaba que entre sus harapos danzaban hermosas sedas y magnificas cascadas.

Ésta historia fue contada por mi princesa; su tía Francisca y el lugar Zapatoca, un hermoso pueblo sembrado en lo profundo de las más agrestes montañas de Santander del Sur en Colombia.

Nada sabía ella de ciudades y grandes inventos, pues su vida era el campo, hablar con las ranas sus amigas, con las aves del bosque, perfumarse con flores de jazmín, a las cuales les tenía otro nombre, hablar con ese hombre imaginario con vestido nuevo y alpargatas en sus pies, que la llevaría a volar por las montañas entre sus fuertes brazos.

En el espejo de un lago veía su rostro, le parecía hermoso, limpio y juvenil, pensaba que era su alma, desde ese rincón,  ¡tan fácil de tocar!, tan cambiante con la brisa, pero siempre el mismo, como una lámina de acero brillante en donde cabía el cielo y todo el paisaje a su alrededor.

Le gustaba brincar como una cabrita, subir a los árboles y creer que desde allá podría volar como las águilas y conocer ese mundo ajeno, que imaginaba fantástico, más allá de su pequeño espacio en medio de verdes y encendidas flores de la primavera.

No conocía el poder de las letras, pasaba las hojas de un libro viejo, sin saber qué decía, era como un acertijo que nunca descifraría, lejos del estudio, alejada del mundanal ruido de las ciudades.

Su vida transcurría entre los troncos encendidos de la cocina del hogar, a sus pocos descansos, cuando tenía que salir a buscarla en el bosque, y en medio de esos pocos momentos, sus amigas hormigas, sus hermanas mariposas, sus tías flores, le acompañaban, hasta que ya adulta, tal vez 35 o 40 años, sin haber conocido el amor, viviendo con su cofre sin tocar, y sin saber a ciencia cierta lo que era una relación sexual, fallece la madre, por enfermedad desconocida, con su rostro encendido, que de a poco se tornó pálido como el de una blanca rosa.

Hubo reparto de herencia, las pocas cosas, la pequeña finca vendida, y ella quedó por ahí, de casa en casa, laborando, recibiendo miserables pagas por sus servicios, pero conforme con su suerte, inició a gastar sus pocos pesos en algo que deseaba mucho, y que escaseaba en su hogar.

Llegaba a las pesas, que era el sitio donde los carniceros vendían sus reses y animales descuartizados, y la gente llegaba a los pequeños cubículos a escoger y comprar lo que necesitaban. Ella era una de las clientes, y siempre escogía la mejor carne, esas postas de punta gorda para asar con yuca, y devoraba como un león enjaulado, con esos deseos reprimidos de su niñez hasta que se hartaba.

Y cada día la Tía Francisca, con esa maravillosa mirada, esa timidez propia de los campesinos, parca, silenciosa; veía las piernas de res, y los ganchos donde la carne llenaba sus ojos de brillo, y su estómago de contento, y cada vez era menos la porción que compraba, hasta que un día, ya no hubo dinero para nada, tal vez sin trabajo, sin techo, sin hogar, y la veían ir y venir de cubículo en cubículo, triste y desesperada, viendo hacia la carne, nada le importaba a ella en su vida más que eso… y retornaba a su hogar, que tal vez era un rincón abrigado en cualquier esquina, o el asilo donde otra anciana que como ella, padecía el hambre de la pobreza y la indiferencia del mundo.

Pero alguien estaba pendiente de ella, se dio cuenta que si no compraba es porque ya no tenía dinero, era una anciana que a nadie le podría servir, y era de esas personas que prefiere morir de hambre, antes que pedir ayuda, pues la vergüenza y timidez no les permite pedir a nadie, y cabizbaja con los ojos llenos de lágrimas la veían marchar, vergonzante y triste con su estómago rogando un trozo de carne fresca recién asada.

Pero la suerte cambiaria para la tía, ese día tan recordado por ella, una mano se extendió y una voz se escuchó: ¿Francisca, le provoca un pedazo de carne?, dijo la voz gruesa de campesino, y ella se iluminó, ¡no lo podía creer!, su corazón empezó a latir de nuevo, sus ojos recuperaron el brillo de las primaveras y perdida la timidez, se acercó y recibió temblorosa el regalo del pesero.
Día a día, llegaba Francisca, pero las cosas buenas se cuentan, y la generosidad se esparce como la buena semilla, y cada fin de semana de venta de carne, llegaba Francisca con una mirada agradecida por cada pesa, donde los vendedores dejaban una pequeña ofrenda de pedazos pequeños, que quitaban a uno y otro, y acumulaban en un rincón, para ella.

Cierto día circuló la noticia: ¿oigan saben quién colgó los guayos?

-¡Nada, no sabemos cuéntenos a ver! /respondían con mucha inquietud.

Y la voz que riega los chismes replicó:
-¡La tía Francisca, la que se gastó la herencia en carne!

Todos enmudecieron, los peseros tuvieron que llorar, gran aprecio tenían por ésta anciana de la que conocían su historia, pero la costumbre de quitar un pedazo pequeño de carne a los clientes, pasó como costumbre, y siempre, en un rincón de las pesas estaba la carne, que esperaba por una mano hambrienta.

Mis paisanos tienen fama de tacaños, pero su tacañería  se opaca, cuando se conoce de su generosidad.

Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, agosto 9/13 

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