YO,
LA PALMERA [106]
Estaba
la tarde especial, le dije a la sábana celeste que estaba extasiada en su belleza,
y parecía una oración mañanera el beso de las olas, sobre la playa caliente.
Sentí
deseos de volar, de zafarme de mi cárcel, observando a las aves ser libres y
dichosas, en tanto los cerrojos se oxidaban en mi portal.
Todo
era tranquilo, plácido, una brisa con sabor a sal, a lágrimas de niña en brazos de una madre, o
como los ojos de una anciana cuando siente pasos de animal gigante, y quiere
aferrarse al huerto sin querer dejar lo amado, lo consentido…
Las
olas iban y venían como bailarinas en un tablao de seda y espuma, y sobre la
belleza de un lecho marino, los niños del cielo bajaban, subían… se arruchaban,
se besaban… y en las profundidades del alma, un consuelo llegaba dolido a sus
picos, sin pelear por la vida, pues ya ella no les pertenecía, eran sus almas
llevadas por la brisa, donde las hadas se esconden y pasean con los payasitos
marinos convertidos en extrañas cometas, que se elevan en hilos de seda entre
la lluvia.
En
las alturas, el negro golero con la paciencia de una roca vencida ante el
fuego, viajaba, surcaban sus ojos dorados un poco de aliento, entre los
desperdicios de una playa, donde más que muerte, pulula la vida.
Espera
que una roca los tome, para ella limpiar
lo sucio, lo hediondo; y retornar feliz, al huerto donde están sus crías.
Ya
no hay ermitaño en la orilla ni caracol ni pez moribundo, todos se fueron a
cantar peroratas en el viento.
Qué
precioso es verlos volar con ese destino de amor en sus ojos, con esas negras plumas,
entre los vencejos, los gansos. Ver caer los alcatraces contentos esperando
llenar sus enormes picos, y una vez más en bandada bulliciosa, retornar…
siempre retornar al sitio de donde han venido.
Yo,
la palmera, ¡quisiera volar!… pero me contento con verlos felices, ¡tan joyas
maravillosas donadas por alguien!, tan espectaculares sueños ante mis ojos, y
mis ramas desnudas componen con el viento las más bellas melodías que dirige el
mar, en complicidad con las olas, y el director de orquesta de mágicos colores,
vestido de guirnaldas azules, rojas, doradas, violetas…
A
lo lejos, ya ni sus sombras diviso. Entre los rayos del ocaso encuentro a mi madre de traje oscuro, brotan semillas de niños cantores, se crecen
y alientan unos a otros, se levantan para florecer jardines, donde mis
manos no alcanzan sus frutos, ¡pero son tan dichosos!.
Una
primavera me alienta en suspiros a rosas, ¡a tantas violetas, claveles y nardos!,
que puedo decir que soy la más feliz de todas, pues estoy viendo hacia lo alto
y descubriendo cada maravilla.
Las
flores retornan al sol, suspiran y rezan. A la danza del sol en su atardecer, enmudecen
y bajan el rostro hacia mi madre, que espera, con un negro topacio de ojos
brillantes, sus duras semillas.
Me
doy el gusto de verlo a los ojos al palidecer el día, y Él cambia su traje de
colores, se esconde ante el inmenso jardín prometido para brillar a lo lejos,
donde la noche se ha dormido y un mañana aparece…
Raquel
Rueda Bohórquez
Barranquilla,
julio 15/13
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