MI
CIGÛEÑA [70]
Cuando
al declinar el sol
el
ardor en las praderas consumase,
las
arboledas se llenaron de cantores pasajeros
y
las nubes incansables,
van
con sus pesadas cargas
y
entre las montañas agrestes,
sin
importar, heridas continúan…
Ya
era tarde,
el
viejo dolor, de sombra le seguía,
de
su poca fuerza un alivio,
sobre
su pecho convertido en daga,
ensombreció
la sonrisa,
al
leve aliento de sus oraciones.
Ahí
estaban todos,
había
pasado ante sus ojos el dorado toche,
el
más bello de todos llegó hasta su alcoba ensombrecida
para
dejar un trino sobre tan hermoso árbol,
encendido
en luces de la noche
luciérnagas
titilantes
en
las miradas de todos los que le amaban.
¡La
libertad tan bella y deseada…! ¡Al fin en casa!
Llegó
a su pequeño jardín de rojas y pequeñas flores
y
sus manos heridas,
entre
tallos espinosos de arrugadas sendas,
donde
viejas cicatrices mostraban lo duro de la vida
y
lo amargo de las despedidas,
fueron
un viejo recuerdo, en algún lugar en el tiempo.
Fue
ahí cuando tomé su mano,
fue
en ese momento
que
en sus lámparas se opacó el brillo,
cual
estrella que decide navegar en otro cielo
y mis
ojos cerrados te ocultaron.
Un
segundo, sólo un segundo bastó…
Siendo
mariposa que su cárcel abre
extendió
sus alas mi garza de ojos verdes
mientras
en un plácido sueño me encontré,
y
ella, dejó sus perlas quietas,
entre
los cristales de su alacena
para
que otras manos los cerraran.
Raquel
Rueda Bohórquez
Barranquilla,
junio 17/13
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