miércoles, 7 de septiembre de 2011

CUÑADOS (58)


CUÑADOS (58)

A veces las palabras se ahogan
y el tiempo es un enemigo veloz que roba vidas,
nos acobardan las arrugas, los dolores,
 se quiebra la voz con los suspiros
y las madrugadas de nuestros propios sueños,
se abandonan  en manos ajenas.

¡Qué triste decir adiós!, las penas llegan,
 los robles desfallecen sobre un duro sillón,
las enredaderas no pueden avanzar,
se quiebran con su propio peso y caen pesadamente
sin esperanza de la fuerza que las renueve.

El brillo sobre  las vitrinas de los ojos,
angustiados se acercan en una súplica.

Bebé grande caprichoso y tierno,
su quebrantada voz queriendo salir
pero ella se ahoga en el río
que brota lento por sus párpados.

Cascarón  roto donde no se respira,
se acabaron las madrugadas,
los huevos criollos, el ganado gordo
el corazón latiendo aprisa
cual rabo de cascabel.

Ya no se agitan los machetes sobre el pastizal,
la mochila al hombro con sus viejas alpargatas,
el totumo del guarapo y la vianda para el atardecer;
las carreras sobre las lomas detrás del ganado terco.

Se acabaron los afanes, el trabajo arduo,
el sudor que reventaba huesos,
y mantenía la chispa de la vida,
las sonrisas de compadres y comadres
abrazados por las mismas angustias y temores,
los juegos con los sobrinos sobre carretas de madera.

Mi padrino con su bondad infinita,
brazos pecosos que hoy se parecen a los míos;
mirada triste y agotada sobre su pequeño oratorio
con un rosario de cuentas viejas 
que descansa sobre sus envejecidas manos.

Recuerdos de La Cacica son su Kiñito  fuerte,
ella enlazaba el ganado y derribaba becerros
ante sus grandes carcajadas y un cariñoso abrazo;
el regalo de su dulce mirada en vez de un regaño,
y un huevo de pava para festejarlo...

Tantos hijos, muchos afanes, el ahorro para el mañana
y par el hoy el sillón viejo para descansar,
sus muchachos los mejores enfermeros;
los que corren afanados robándole al tiempo un lucero
el de su agotado padre que es caprichoso niño
y busca un pañuelo blanco para secar sus párpados
que aún se humedecen cuando alguien le dice: "te quiero".

Mi consentido viejito, fue como mi padre,
el regalo del tiempo para nuestra propia vejez,
imagen imborrable junto a los brazos de mi vieja
con aquélla sonrisa lánguida y un cálido abrazo
de dos ancianos que siempre se amaron,
ahora se ven a los ojos como dos luceros blancos;
o dos robles mecidos por el tiempo 
que cobijaron sueños y pájaros cantores
pero ahora se abrazan en una despedida.

Raquel Rueda Bohórquez 
Barranquilla, septiembre 4/11

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