lunes, 17 de noviembre de 2014

EL PINZÓN/ A Eliseo Pinzón

EL PINZÓN/ A Eliseo Pinzón
Y entre la niebla, el lamento del búfalo, bajo el sol el llanto de la pantera bebé, un niño que antes se aferraba del cuello de una madre ahora grita y la llama, en medio de sonidos de flautas que aún suenan en un bosque desolado... ¿Qué ha sido del amor? ¿A dónde se fue? Parecemos rocas duras adornando el vacío de las almas, descalzas almas secas, ni siquiera como la yesca, ni tan solo como las cenizas que eleva el viento...
Recuerdo esta imagen, una casa antigua, sus escombros en el centro de Barranquilla, las raíces de los árboles se veían en su cúpula, no sé de qué se alimentaban, tal vez del aire, un arco como de reina sin corona, heces de paloma, pero la belleza de un ayer ahí, a punto de borrar su memoria, y lo que más me llamó la atención fue ese golero tan hermoso, primero me vio a los ojos, abrió sus alas y volteó su rostro al sol, quien lo hizo luminoso, parecía una estatua de oro. 

Mary Soco Rueda estuvo conmigo ese día, las dos detallamos la obra, inmensa, magnífica, ¿y mi cámara?, si la hubiese llevado alguien me la arrancaría de las manos, pero se quedó grabada en la memoria, como no se quedará la obra de un gran arquitecto que en cualquier día, se convertirá en una mole de cemento, en medio de la gran ciudad que emerge de entre las sombras.
Por ahí lo vi pasar, sin gritos, negra y curtida la piel de los aguaceros recibidos, y el sol de las tardes, lo recuerdo blanco, pero en algún punto somos negros, no de piel, de dolor y olvido, así se vuelven las primaveras ante el  abuso, y en el camino tropecé con él... una súplica con voz alargada de campanario viejo, me dice: ¡Paisana, hable de mí!, hágame un poema... Con una sonrisa le confesé que varias veces lo había dicho, pero siempre lo olvidaba, mi nombre: Eliseo, y mi apellido es de  pequeña ave que trina en gajos amarillos de arroz, ¡no lo olvides paisana!: Regálame un poema. 

Tomé la botella de miel, /fiada además.  ¡Noooo, nada quiero fiado!, hoy no tengo dinero, alcanzó para una sonrisa, pero se acabó, como los buenos deseos, sin embargo, ese color de ámbar, llenó mi corazón... El Pinzón tomó su pesada carga, me dio su mano grande y reseca, y en medio de árboles que todavía estaban en pie en mi cuadra de la 79b... se alejó, con todos los caminos marcados en el rostro..., pero en un impulso regresó de nuevo, ¿nos tomamos un café?... retornó al banco de madera, ojeó el computador, miró hacia la nada y en la rama de mi sala se posó.
No era otro, era el mismo gorrión con su pequeña corona que sólo colocaba cuando estaba feliz, se irguió aunque encorvado pareciera, no conoció de madre, su madre fue la señora de la esquina, la dama que envolvió su piel en mantos de fique y lo abrigó en medio del frío de las montañas de Santander.

Enamora a todas las aves del bosque, tiene hija médico, uno que otro doctor que baja el rostro, pero Eliseo es una gran persona, humilde, ha tocado fondo, sabe de pobreza, conoce a los amigos de ayer y hoy, con su voz de añil de locutor olvidado que día a día se gana el pan para su familia con la huella vieja y el andar de gitano, que lo conduce al puerto de sus amigos que lo ayudan con lo poco, mientras se aleja, regresa, vuelve a colocar sus zapatos viejos y deambula por Barranquilla, la ciudad que acogió a todos los olvidados, y donde nos quedaremos por siempre...

A la vuelta de un café caliente siento su mirada por mis piernas, ¿qué tanto podrá ver?, me apena que mire hacia esa línea que se coloca en medio de ellas, y con disimulo estiro la mano y veo una sonrisa en su rostro, amplia, confiada, de quien no tiene la maldad en sus ojos, y sólo dice: ¿su esposo la tiene así de abandonada?, ¡tan bonita!, sus ojos parecen dos perlitas de río, un lago a punto de salir por la ensenada, y entonces me hace llorar, ¡claro que sí pequeño gorrión, haré tu escrito, un poema para que el mundo te recuerde, y entonces inicia con los suyos repetidos en cada encuentro, ¡es tan difícil hacerlos!, ¿cómo puede usted paisana escribir tanto?, me pongo colorada, es tan simple lo mío, que parecen gotitas de lluvia que atrapo, pétalos de flores que caen y caen sobre mi lago, y me dan ganas de abrazarlo fuerte cuando lo veo tan desvalido, y a la vez con esa fortaleza guardada, ha de ser por los espinos, por las hambres atrasadas, y un pedazo de carne le vuelve agua la boca, un vaso de leche le recuerda que nunca pudo decir madre, porque a esa señora que tanto lo abrigó no le gustaba, y vio sobre mi cabeza la imagen de María y lo dijo: ¡Mi madrecita!, tan linda, ella es mi verdadera madre, calló un instante mientras resbalaban sus propias perlas, escondidas dentro de los paquetes de dulces de mi tierra, y miel de los ángeles del bosque...
Y siguió hablando, como si el susurro de una madre lejana le hablara al oído: ¡mi viejo gorrión, siempre niño aquí en mi corazón, siempre mi muchacho corriendo entre escombros y rocas, pero nunca te abandoné!, continúas a pesar de todo, le dices al mundo que no envejecen las rocas porque el sol les de fuerte en el rostro, simplemente se curte un alma para ser diamante.
Voló entonces el Pinzón... se alejó, pero si Él lo permite, regresará por los 10 mil pesos del frasco de miel, sabe fiar, dar prestado en medio de su humildad, que lo vuelve grande como las rodillas dobladas de una garza en el inmenso pastizal de la vida.
Raquel Rueda Bohórquez 
Barranquilla, noviembre 17/14

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