viernes, 5 de abril de 2013

HABLEMOS DE AURA [137]

HABLEMOS DE AURA [137]


Recuerdo que era menuda, si soy bajita, ella lo era más, pues al abrazarnos, sobre mi pecho su cabeza solía colocar.  

Ahora comprendo cosas que se nos pasan por la edad, cuántas caricias dejamos de entregar a los demás, y esos arrullos cual manso riachuelo, pudieron aliviar  viejas heridas que nunca fueron tan añejas, se conservaron nítidas en el tiempo, en la mirada.


Tenia los ojos color miel angelita, siempre la veía sonreír, pero algo había, algo que notaba entre la ropa sucia que lavaba, era su oficio después de ese ayer que le señaló otro camino.


Sus perlas se desgranaban siempre, y al preguntar si estaba llorando, sólo respondía: "No… es sólo que la lluvia del cielo me empapó otra vez, no es nada, es que al golpear fuerte la ropa, al querer sacar ese sucio necio, se empapa mi rostro, ¡es mi oficio no te afanes!, trato de limpiar esas heridas de los trapos viejos, menguando mis tristezas, en la eterna laguna que se quedó en mi corazón".



Y así, cada día en una casa, pasaba Aura. Alguna vez la escuché con mucha tos, parecía que se doblaba del dolor, pero éstas viejitas sí que sabían el oficio de sufrir, y con un agua de hierbabuena bien caliente se renovaba, en medio de toses y dolores que se acunaron en su pecho, pero nunca maldijo por esa suerte suya tan extraña.

Nadie habló ni preguntó después de aquello… todos lo sabíamos, y a pesar de la gente imprudente, en casa nunca se le hizo una pregunta, ¿para qué? Todos los vieron, todos contaron sus heridas, menos yo, que me quedé en casa, pues no quería ver más horror.

Recuerdo las charlas de mis viejos, parecía un cuento de terror, pero todo lo escuchaba, armaba la historia y se quedaba por siempre en mi mente, hasta parecer que estuve en esa escena una y otra vez, y hoy a mis 53 retorna, como  las golondrinas al nido después de ese largo viaje que realizan buscando una sombra nueva que mengua de a poco, y que el hombre se empeña en destruir.

Ya ni ellas tendrán mañana a donde ir, quedarán las pavesas de las montañas tristes y vacías, y marcharán también con ellas, las diamantinas huellas de las voladoras, de los viajeros montañeros que buscan cual  gitanos, un rincón para estar.

Retornando de una visita de comadres a su pequeña parcela, vivaz como una cabra, pues así era ella, alegre y feliz de existir,  parecía una pequeña abeja, resplandeciendo entre las montañas, como esas flores del campo de siempre, limpias y cálidas, arrulladoras de tintos calientes y guarapos endulzados con panela, donde las pepitas de café eran el sueño de cada cosecha y el fin de cada amanecer, en medio del canto de los turpiales, los toches dorados, los sinsontes, las espigas brotando por entre las enredaderas vírgenes.

Cantaba alegre una carranga, pues llegaba de nuevo a casa, en donde estaban todos sus amores esperando el regalo de su presencia.

Todo era silencio… no escuchaba las voces entrecortadas de su niña, ni la voz fuerte de su esposo, ni de todos los hijos que se quedaron esperándola, pero ella sólo entró a casa cantando, era un pequeño ruiseñor de alas abiertas ante los besos de una lluvia fresca después de intenso verano.

Sólo púrpuras vestían su pequeño rancho, sólo rojos y violetas vieron sus ojos… con miles de heridas sobre sus rostros, y bajo la mesa, su tontica /así le decía/ encorvadas sus piernas, abrazada a su pequeño cuerpo con sendas heridas, que contaron, que la bestia había visitado su casa mientras ella estaba de visita, trayendo un poco de alegrías a su hogar.

Un grito llenó la estancia, miles de gritos se multiplicaron cuando la pesadilla de su vida, contó que se había quedado sola, y que todos los sueños habían volado en un amanecer que la descubrió cantando alegres carrangas.

A lo lejos, los caminantes con una mula y dos cargas de café dieron cuenta de algo malo, sus rostros eran demonios tranquilos y sonrientes, pero ya tendrían que dar cuenta de sus fechorías…

Ésta historia se quedó con todo el pueblo, nadie preguntaba nada… nadie decía nada hasta que ella marchó sin renegar, todo lo soportó y lo vivió con humildad, aceptando su destino sin maldecir, orando y doblando sus rodillas cada día ante la agonía de estar viva y saber que sus amores habían sido sacrificados sin motivo.

Un lucero brillante habita la pequeña casa donde su familia brillará para siempre.
Hasta el canto de las aves se congeló, en aquél triste amanecer, a donde no habrá retorno.

Raquel Rueda Bohórquez
Barranquilla, abril 5/13

No hay comentarios:

Publicar un comentario